lunes, 9 de noviembre de 2009

Sobre la necesidad de la Gracia

I-II, q. 109, a. 7, c.:

El hombre no puede en modo alguno levantarse por sí mismo del pecado sin el auxilio de la gracia. Porque, aunque el pecado es un acto transitorio, deja la huella permanente del reato, como vimos arriba (q. 87, a. 6), y por eso, para levantarse del pecado, no basta cesar en el acto de pecar, sino que se ha de reponer en el hombre aquello que perdió pecando. Ahora bien, por el pecado incurre el hombre en un triple detrimento, como consta por lo dicho arriba (q. 85, a. 1; q. 86, a. 1; q. 87, a.1), a saber, la mancha, el deterioro de la bondad natural y el reato de pena. En efecto, incurre en la mancha, porque es privado de la belleza de la gracia por la deformidad del pecado. Se deteriora la bondad de su naturaleza, porque ésta cae en el desorden al no someterse su voluntad a la de Dios, ya que, si falta esta sumisión, toda la naturaleza del hombre que peca queda desordenada. Finalmente, el reato de pena sobreviene porque el hombre, al pecar mortalmente, se hace merecedor de la condenación eterna.
Ahora bien, es manifiesto que cada uno de estos tres males no puede ser reparado sino por la acción de Dios. En primer lugar, la belleza de la gracia proviene de la luz de la iluminación divina, y no puede recuperarse más que si Dios ilumina de nuevo el alma. Se requiere, por tanto, un don habitual, que es la luz de la gracia. A su vez, el orden natural por el que el hombre se somete a Dios no puede restablecerse más que atrayendo Dios hacia sí la voluntad del hombre, como ya dijimos (a. 6). En tercer lugar, el reato de la pena eterna no puede ser perdonado sino por Dios, ya que contra El se cometió la ofensa y El es el juez de los hombres. Por consiguiente, para que el hombre resurja del pecado se requiere el auxilio de la gracia, como don habitual y como moción interior divina.