lunes, 9 de noviembre de 2009

Sobre la necesidad de la Gracia

I-II, q. 109, a. 7, c.:

El hombre no puede en modo alguno levantarse por sí mismo del pecado sin el auxilio de la gracia. Porque, aunque el pecado es un acto transitorio, deja la huella permanente del reato, como vimos arriba (q. 87, a. 6), y por eso, para levantarse del pecado, no basta cesar en el acto de pecar, sino que se ha de reponer en el hombre aquello que perdió pecando. Ahora bien, por el pecado incurre el hombre en un triple detrimento, como consta por lo dicho arriba (q. 85, a. 1; q. 86, a. 1; q. 87, a.1), a saber, la mancha, el deterioro de la bondad natural y el reato de pena. En efecto, incurre en la mancha, porque es privado de la belleza de la gracia por la deformidad del pecado. Se deteriora la bondad de su naturaleza, porque ésta cae en el desorden al no someterse su voluntad a la de Dios, ya que, si falta esta sumisión, toda la naturaleza del hombre que peca queda desordenada. Finalmente, el reato de pena sobreviene porque el hombre, al pecar mortalmente, se hace merecedor de la condenación eterna.
Ahora bien, es manifiesto que cada uno de estos tres males no puede ser reparado sino por la acción de Dios. En primer lugar, la belleza de la gracia proviene de la luz de la iluminación divina, y no puede recuperarse más que si Dios ilumina de nuevo el alma. Se requiere, por tanto, un don habitual, que es la luz de la gracia. A su vez, el orden natural por el que el hombre se somete a Dios no puede restablecerse más que atrayendo Dios hacia sí la voluntad del hombre, como ya dijimos (a. 6). En tercer lugar, el reato de la pena eterna no puede ser perdonado sino por Dios, ya que contra El se cometió la ofensa y El es el juez de los hombres. Por consiguiente, para que el hombre resurja del pecado se requiere el auxilio de la gracia, como don habitual y como moción interior divina.

domingo, 19 de julio de 2009

El bien como causa del amor


I-II, q. 27, a. 1, c.:

Como se ha indicado anteriormente (q. 26, a.1), el amor pertenece a la potencia apetitiva, que es una potencia pasiva. Por eso su objeto se compara a ella como la causa de su movimiento o acto. Es preciso, pues, que aquello que es objeto del amor sea propiamente la causa del amor. Ahora bien, el objeto propio del amor es el bien, porque, como se ha dicho (q. 26, a. 1 y 2), el amor importa cierta connaturalidad o complacencia del amante con el amado, y para cada uno es bueno lo que le es connatural y proporcionado. Por consiguiente, se da por sentado que el bien es la causa propia del amor.

viernes, 13 de marzo de 2009

Los nombres dados a Dios y a las criaturas, ¿son o no son dados unívocamente a ambos?

I, q. 13, a. 5:

Es imposible que algo se pueda decir unívocamente de Dios y de las criaturas. Porque todo efecto no proporcionado a la capacidad causal del agente, recibe la semejanza del agente no en la misma proporción, sino deficientemente. Así, lo que es diviso y múltiple en los efectos, en la causa es simple y único. Ejemplo: El sol, siendo una sola energía, produce, en los seres de aquí abajo, múltiples y variadas formas. Igualmente, como ya se dijo (a.4), todas las perfecciones de las cosas, que en la realidad creada se encuentran en forma divisa y múltiple, en Dios preexisten en forma única.
Así, pues, cuando algún nombre que se refiera a la perfección es dado a la criatura, expresa aquella perfección como distinta por definición de las demás cosas. Ejemplo: Cuando damos al hombre el nombre de sabio, estamos expresando una perfección distinta de la esencia del hombre, de su capacidad, de su mismo ser y de todo lo demás. Pero cuando este nombre lo damos a Dios, no pretendemos expresar algo distinto de su esencia, de su capacidad o de su ser. Y así, cuando al hombre se le da el nombre de sabio, en cierto modo determina y comprehende la realidad expresada. No así cuando se lo damos a Dios, pues la realidad expresada queda como incomprehendida y más allá de lo expresado con el nombre. Por todo lo cual se ve que el nombre sabio no se da con el mismo sentido a Dios y al hombre. Lo mismo cabe decir de otros nombres. De donde se concluye que ningún nombre es dado a Dios y a las criaturas unívocamente.
Pero tampoco equívocamente, como dijeron algunos. Pues, de ser así, partiendo de las criaturas nada de Dios podría ser conocido ni demostrado, sino que siempre se caería en la falacia de la equivocidad. Y esto va tanto contra los filósofos que demuestran muchas cosas de Dios, como contra el Apóstol cuando dice en Rom 1,20: Lo invisible de Dios se hace comprensible y visible por lo creado.
Así, pues, hay que decir que estos nombres son dados a Dios y a las criaturas por analogía, esto es, proporcionalmente. Lo cual, en los nombres se presenta de doble manera. 1) O porque muchos guardan proporción al uno, como sano se dice tanto de la medicina como de la orina, ya que ambos guardan relación y proporción a la salud del animal, la orina como signo y la medicina como causa. 2) O porque uno guarda proporción con otro, como sano se dice de la medicina y del animal, en cuanto que la medicina es causa de la salud que hay en el animal. De este modo, algunos nombres son dados a Dios y a las criaturas analógicamente, y no simplemente de forma equívoca ni unívoca. Pues no podemos nombrar a Dios a no ser partiendo de las criaturas, como ya se dijo (a.1). Y así, todo lo que se dice de Dios y de las criaturas se dice por la relación que la criatura tiene con Dios como principio y causa, en quien preexisten de modo sublime todas las perfecciones de las cosas. Este modo de interrelación es el punto medio entre la pura equivocidad y la simple univocidad. Pues en la relación analógica no hay un solo sentido, como sucede con los nombres unívocos, ni sentidos totalmente distintos, como sucede con los equívocos; porque el nombre que analógicamente se da a muchas cosas expresa distintas proporciones; a algún determinado uno, como el nombre sano, dicho de la orina, expresa el signo de salud del animal; y dicho de la medicina, en cambio, expresa la causa de la misma salud.

viernes, 13 de febrero de 2009

Fichaje Suma Teológica, cuestiones 47-56: Sobre la Prudencia


- Lugares donde santo Tomás trata directamente el tema de la prudencia:
- in III sent.:
d. 23, q. 1, a. 4 ad 3 et 4
d. 33, q. 1, a. 1, qla. 2
q. 2, a. 1, qla. 3-4; a. 2, qla. 1; a. 3 et 5
q. 3, a. 1
d. 35, q. 2, a. 4
d. 36, q. 1
- in II y VI Ethicorum
- De virtutibus in communi
- De virtutibus cardinalis
- Quodlibeto 12, q. 15, a. 22
- Summa Theologiae:
I-II, 56, 3; 57, a-6; 58; 61; 64; 65, 1
II-II, 47-56

Fuente: Ramirez S., O.P., Introducción al tratado de la prudencia.


II-II, q. 47

Art. 1:

- La prudencia reside propiamente en el entendimiento (ratione) (c)
(porque trata a modo de deducción –quaedam collationem- de lo pasado y lo futuro)

- La prudencia no está simplemente en el entendimiento, como el arte, ya que lleva consigo, (...), la aplicación a la obra, lo cual pertenece a la voluntad. (ad 3)

Art. 2:

- La prudencia es recta razón en el obrar, lo cual es propio de la razón practica. Por lo tanto la prudencia reside solamente en el entendimiento práctico. (s.c.)

- En el género de los actos humanos, la causa más alta es el fin común a toda la vida humana. Este es el fin del que se ocupa la prudencia. (ad 1)

- La prudencia es sabiduría acerca de las cosas humanas: no sabiduría absuluta, por no versar sobre la causa altísima, absoluta, puesto que trata del bien humano, y el hombre no es lo mejor de todo lo que existe. (ad 1)

- A la prudencia le toca aplicar la recta razón a las cosas que implican consejo, en las cuales no se da un medio determinado de llegar al fin. (ad 3)

Art. 3:

- Por el hecho de que la infinidad de singulares no pueden ser aprehendidos por la razón, se sigue que “son inseguros los pensamientos de los hombres”, como dice la escritura (sap. 9, 14). La experiencia, no obstante, reduce los infinitos singulares a algún número finito de cosas que suelen darse la mayoría de las veces, cuyo conocimiento basta para constituir a prudencia humana. (ad 2)

Art. 4:

- Virtud es la que hace bueno al sujeto que la posee y a sus actos. (c)

- Dos sentidos del bien: a) Material  lo que es bueno
b) Formal  razón de bien (este es obj. De la voluntad) (c)

- Tienen más carácter de virtud los hábitos que se ordenan a la rectitud de la voluntad, por considerar el bien no sólo material, sino formalmente (lo bueno bajo razón de bien) (c)

- Es propio de la prudencia aplicar la recta razón al obrar, lo cual no se realiza sin la rectificación de la voluntad. (c) (por esto se cuenta a la prudencia entre las virt. morales)

Art. 5:

- La prudencia versa sobre cosas contingentes (c)

- La prudencia ayuda a todas las virtudes y actúa en todas. (ad 2)

- Lo operable es materia de la prudencia en cuanto objeto del entendimiento, e. d., bajo la razón de verdad; y de las virtudes morales en cuanto obj. de una virtud apetitiva, e. d., bajo la razón de bondad. (ad 3) (importante)

Art. 6:

- La prudencia rectifica la intención de los medios (la virtud moral la de los fines) (ver Libro VI Etica Nic., c. 3 1256 b 15; sto. Tomás lect. 6) (s.c.)

- El fin de las virtudes morales es el bien humano. Pero el bien del alma humana consiste en estar regulada por la razón, (...). Es, pues, necesaria la existencia previa de dichas virtudes morales en la razón. Y como en la razón especulativa hay cosas conocidas naturalmente, de las que se ocupa la inteligencia de los primeros principios, y otras que se conocen por medio de ellas, que pertenece a la ciencia, así en la razón práctica preexisten ciertos principios naturalmente, que son los fines de las virtudes morales, ya que, como hemos dicho, el fin en el orden de la acción es como el principio en el del conocimiento; y a su vez hay conclusiones, que son los medios, a los cuales llegamos por lo mismos fines. De estos se ocupa la prudencia, que aplica los principios universales a las conclusiones particulares del orden de la acción. No le corresponde, por lo tanto, imponer el fin a las virt. morales, sino sólo disponer de los medios. (c)

- A las virt. morales les impone el fin la razón natural llamada sindéresis. (ad 1)

- Las virt. morales tienden al fin establecido por la razón natural. A esto las ayuda la prudencia, preparando el camino y disponiendo los medios. (ad 3)

- La prudencia mueve a las virtudes y a la prudencia la mueve la sindéresis. (cfr. ad 3)

Art. 7:

- El fin propio de toda virtud es conformarse con la recta razón. (c)

- Pero determinar como y porqué vías debe alcanzar en sus actos ese medio racional corresponde a la prudencia. (c)

- La virtud moral tiende al medio debido de un modo connatural. Pero ese justo medio no es el mismo en todas. Y por eso no basta la inclinación natural, que siempre actua del mismo modo, sino que es necesaria la prudencia. (ad 3)

Art. 8:

- La prudencia “es recta razón en el obrar”, como ya hemos dicho. Por tanto, será su acto principal es que sea tal en la dirección recta de lo agible. En ello debemos ver tres actos: en 1er. lugar el consejo, que pertenece a la invención, puesto que, como dijimos aconsejar es indagar; el 2do. es juzgar de los medios hallados. Ahí termina la razón especulativa. Pero la razón práctica ordenadora de la acción, procede ulteriormente con el 3er. acto, que es el imperio, que consiste en aplicar a la operación esos consejos y juicios. Y, como este acto se acerca más al fin de la razón práctica, de ahí que sea su acto principal y, por lo tanto, también de la prudencia. (c)

- ...dicendum quod movere absolute pertinet ad voluntatem. Sed praecipare importat motionen cum quadam ordinatione. Et ideo est actus rationis, ut supra dictum est.(I-II, 17, 1)
La traducción de este texto no es buena: “Mover absolutamente pertenece a la voluntad. Pero el imperar implica moción ordenada que es acto de la razón....”
(“moción ordenada” implica otras cosas que “motionem cum quadam ordinatione” ya que quadam implica que la ordenación no es absoluta, dejando lugar al error o al fallo del imperio; y esto justamente por falta de ordenación)



Art. 9:

- Como afirma el filósofo “no puede exigirse la misma certeza en todo, sino en cada materia, conforme a su modo propio” (Libro I Etica Nic. C. 3, 1094 b 12; b 24). Como la materia de la prudencia son los singulares contingentes, sobre los cuales se ejercen los operaciones humanas, la certeza de la prudencia no puede ser tal que excluya toda solicitud. (ad 2)

- La solicitud excesiva proviene del vano temor y desconfianza excesiva (ad 3)

- “Es imposible ser prudente sin ser bueno” (Aristóteles, Lib. VI, Etica Nic., c. 12, 1144 a 36; sto. Tomás, lect. 10) (s.c.)

- Tres tipos de prudencia:
La prudencia puede tener tres sentidos. Hay una prudencia falsa, así llamada por su semejanza con la verdadera. Así como el prudente dispone y ordena sus acciones para un fin bueno, el que respecto de un fin malo dispone y ordena los medios aptos para él posee una prudencia falsa, pues lo que toma como fin no es bueno sino por semejanza, como podemos hablar de un buen ladrón. De igual manera puede llamarse ladrón prudente el que pone todos los medios necesarios para robar. Tal es aquella prudencia de la cual dice el apóstol: “la prudencia de la carne es la muerte” (Rm. 8, 6). Puesto que pone su fin último en los placeres de la carne.
Hay otra suerte de prudencia, y es la verdadera, porque indaga y halla los medios aptos para llegar a un fin bueno. Pero es imperfecta por dos razones: una, porque ese bien que tiene como fin no es el fin común de toda la vida humana, sino sólo en un orden especial de cosas; así, el que halla los medios aptos para negociar o navegar decimos que es un negociante o marinero prudente; segunda porque falla en el acto principal de la prudencia: así el que posee consejo y juicio rectos aún en los negocios referentes a toda la vida, pero no impera con eficacia.
Finalmente, hay una 3ra. clase de prudencia que es verdadera y perfecta; es la que delibera, juzga y preceptúa con rectitud y orden al fin bueno de toda la vida humana. (c).

- La prudencia importa el orden al ap. Recto, ya porque sus principios son los fines virtuosos, cuya recta estimación es dada por os hábitos de las virtudes morales que rectifican la voluntad y de ahí que la prudencia no puede darse sin las virt. morales; o bien porque la prudencia preceptúa las obras buenas, lo cual no es posible sin una voluntad recta. (ad 2) (ver su contraria: la vol. perversa propia de los pecadores)


II-II, q. 48
De partibus prudentiae

Art. Único:

Partes integrales: Elementos de la virtud que deben concurrir al acto perfecto de la misma

De la prudencia son 8:
5 cognoscitivas: memoria, habilidad en el raciocinio, inteligencia, docilidad y sagacidad
3 perceptivas: previsión o providencia, circunspección y precaución.

- Esta diversidad está justificada por el hecho de que en el conocimiento debemos considerar tres momentos: uno el conocimiento en sí mismo, el cual, si se refiere a las cosas pasadas, da lugar a la “memoria”, y si a los presentes, sean contingentes o necesarios, se llama “inteligencia”. Podemos considerar el modo de adquirir ese conocimiento, que es o bien por enseñanza, y tenemos la “docilidad”, o por propia invención, y da lugar a la “eustochia”, que es el saber “conjeturar bien”. Parte de la misma es la “sagacidad”, que es una “pronta conjeturación o averiguación del medio”. Y tercero se ha de considerar la aplicación de ese conocimiento en cuanto que una cosas conocidas nos llevan a conocer o juzgar otra, lo cual es propio de la “razón”. Más la razón, para preceptuar rectamente debe realizar tres cosas: ordenar algo convenientemente al fin, lo que es propio de la “previsión”; tener en cuenta los distintos aspectos de la situación, es labor propia de la “circunspección”; finalmente, evitar los obstáculos y esto le compete a la “precausión” (c)


- (la prudencia) muchas veces razona basándose en principios necesarios; otras en verdades probables, y otras, en conjeturas. (c)

Partes potenciales  son virtudes adjuntas a la misma que se ordenan a otros actos secundarios, porque no poseen toda la virtualidad (potentiam) de la virtud principal.

- Para la prudencia: “eubulia” que se refiere al consejo; “synesis” o buen sentido, para juzgar lo que sucede ordinariamente; y la “gnome” o perspicacia, para juzgar lo que a veces se aparta de las leyes comunes

- La prudencia, por su parte, se ocupa del acto principal, que es el precepto o imperio. (c)



II-II, q. 49

Art. 1:

- La prudencia(...) trata de la acciones contingentes. En éstas no puede el hombre regirse por la verdad absoluta (simpliciter es ex necessitate vera) sino por lo que sucede comúnmente, puesto que los principios deben ser proporcionados a las conclusiones, que han de ser del mismo orden de aquellos. Mas la experiencia enseña cual es la verdad en los hechos contingentes (quid autem in pluribus sit verum oportet per experimentum considerarre); de ahí que según Aristóteles: “la virtud intelectual nace y se desarrolla con la experiencia y el tiempo” (Lib. VI Etica nic., c. 3, 1139 b 26). A su vez la experiencia se forma de muchos recuerdos. De ahí que a la prudencia corresponda recordar muchas cosas y que la memoria sea parte suya. (c)

Art. 2:

- No tomamos aquí inteligencia (intellectus) como facultad intelectiva, sino en cuanto que importa la evidencia de un principio último por sí mismo conocido: así hablamos de la inteligencia de los primeros principios. Toda deducción racional procede de principios primeros y evidentes. Por lo mismo, todo proceso racional debe partir de estos principios. Como por otra parte la prudencia es la recta razón en el obrar , todo su proceso debe derivarse de un conocimiento claro de los principios. Tenemos, pues, que la inteligencia es parte de la prudencia. (c)

- La prudencia termina como conclusión en una obra particular a la cual aplica el conocimiento universal según queda dicho. Pero la conclusión particular se deriva de una proposición universal y de otra particular. Por consiguiente la prudencia debe proceder de una doble inteligencia: una, la que es cognoscitiva de los universales, y tal es la inteligencia , hábito especulativo por el que conocemos de un modo natural no sólo los principios especulativos, sino los prácticos, como “no debe hacerse mal a nadie”. La otra inteligencia es la que, según leemos en la “Etica”, conoce “el extremo”, e. d., un primer singular y contingente operable, la menor del silogismo de la prudencia, que debe ser particular, según se ha dicho. Como este primer singular es un fin particular, síguese que la inteligencia que ponemos como parte de la prudencia es cierta estimación recta de un fin particular. (ad 1)

- La recta estimación del fin particular se llama también “inteligencia” en cuanto principio. Y “sentido” en cuanto particular. Es conforme a la expresión del filósofo de que “debe existir un sentido para estos, e. d., los singulares y este es el “entendimiento”. Pero no es el sentido particular los que conoce los sensibles propios, sino el sentido interno que juzga de los concreto y singular. (ad 3)

Art. 3:

- Es propio de la docilidad el disponernos para recibir bien la instrucción de otros. (c)

- La docilidad, (…), se basa en una aptitud o predisposición natural; mas su completo desarrollo depende del esfuerzo humano, e. d., de que el hombre atienda solícito, y con frecuencia y respeto, a las enseñanzas de los mayores, en vez de descuidarlas por pereza o rechazarlas por soberbia. (ad 2)

- En materia de prudencia nadie se basa por sí sólo. (ad 3)

Art. 4:

- Es propio de la prudencia formar un recto juicio de la acción. Pero la recta apreciación en el orden de lo operable se adquiere, como en el especulativo, de dos modos: por la invención propia o aprendiendo de otros. (c)

- Lo primero es propio de la “sagacidad” que es “habilidad para la rápida y fácil invención del medio”, o bien “hábito por el que de pronto se sabe hallar lo que conviene” del cual surge la “vigilancia” que es “la virtud por la cual se conjetura bien en toda clase de asuntos”; Lo segundo es propio de la “docilidad”. (cfr. C)

- La “sagacidad” es también “virtud por la cual se averigua por conjeturas la verdad”. (ad 3)

Art. 5:

- La prudencia necesita que el hombre separa razonar bien porque “es oficio del prudente aconsejar bien” (VI Eth.) (c)

- La necesidad de la razón proviene de la imperfección de la inteligencia. (ad 2)

- La prudencia necesita más que ningún otro hábito intelectual del buen razonamiento del hombre para poder aplicar rectamente los principios universales a los casos particulares, que son variados e inciertos. (ad 2)

Art. 6:

- En la recta adecuación al fin que incluye la razón de previsión va incluida también la rectitud del consejo, del juicio y del precepto, sin los cuales no puede darse una recta ordenación al fin. (ad 3)

Art. 7:

- Lo propio de la prudencia es la recta ordenación al fin, para esto toma en cuenta las circunstancias que pueden hacer que un acto que sea bueno se haga malo. Por esto es necesaria a la prudencia la circunspección, para que el hombre compare lo que se ordena al fin con sus circunstancias. (cfr. c)

- Aunque las circunstancias pueden ser infinitas, no lo sean actualmente, y son pocas las que modifican el juicio de la razón en las acciones (ad 1)


II-II, q. 51

Art. 1: (eubulia)

- …la virtud humana es una perfección proporcionada a la naturaleza del hombre, que no puede conocer por certeza y por simple intuición la verdad de las cosas, menos aún tratándose de las acciones, que son contingentes. (ad 2)

Art. 3: (synesis)

- El juicio recto consiste en que la inteligencia aprehenda las cosas tal como son en sí mismas. Esto se da cuando está bien dispuesto, como un espejo en buenas condiciones reproduce las imágenes de los cuerpos como son en sí mismos, mientras que, si falta esa buena disposición aparecen en él imágenes torcidas y deformes. La buena disposición de la inteligencia para recibir las cosas como son en sí mismas proviene radicalmente de la naturaleza, y en cuanto su perfección del ejercicio o de la intervención de la gracia. Y ello puede acontecer de dos modos: directamente o por parte de la misma inteligencia, que no está imbuida por depravadas concepciones sino verdaderas y rectas; tal es la función propia de la “synesis” como virtud especial. E indirectamente, por la buena disposición de la voluntad, de la cual se sigue el juicio recto sobre los bienes deseables. Y así los hábitos de las virtudes morales influyen sobre un recto juicio virtuoso en torno a los fines, mientras que la “synesis” se ocupa más bien de los medios. (ad 1)

- Además de la virtud de juzgar bien, es necesaria uan virtud final principal que impere rectamente, y esta es la prudencia. (ad 3)


II-II, q. 52

Art. 1:

- Lo propio de la criatura racional es moverse a la acción a través de una indagación de la razón o deliberación, que llamamos consejo. (c)

Art. 2:

- Es claro, (…), que la rectitud de la razón humana se relaciona con la razón divina como principio de movimiento inferior con el superior, ya que la razón divina es regla superior de toda humana rectitud. Por ello, la prudencia, que implica rectitud de la razón, suele ser máxima perfección en cuanto regulada y movida por el Espíritu Santo, y esto es propio del don del consejo (…). En consecuencia el don de consejo pertenece a la prudencia, a la cual ayuda y perfecciona. (c)


II-II, q. 53
Vicios opuestos

Art. 2:

- No se da ningún pecado sin que haya defecto en algún acto directivo de la razón, y esto es propio de la imprudencia. (c)

Esquema:

Eubulia  precipitación o temeridad  falta de docilidad y memoria o atención

Synesis y Gnome  inconsideración  falta de cautela y circunspección

Prudencia  inconstancia o negligencia  defectos de inteligencia y sagacidad

Art. 3:

- Los caminos tenebrosos son propios de la imprudencia (s.c.)

- Los grados intermedios, por los cuales hay que descender (para actuar prudentemente y no precipitadamente –que justamente implica no pasar por grados intermedios-) son la memoria de lo pasado, la inteligencia de lo presente, la sagacidad en la consideración del futuro, la hábil comparación de las alternativas, la docilidad en asentir a los avisos de los más ancianos; grados todos ellos, por los cuales desciende ordenadamente el que emite un juicio recto. Cuando uno, pues, es llevado a la acción por el impulso de la voluntad o de las pasiones saltando estos grados, tiene lugar la precipitación. (c) (importante)

- El desprecio a la regla directiva es propio de la temeridad; y parece proceder de la soberbia el rehusar someterse a una regla ajena. (cfr. ad 2)

Art. 4:

- La consideración implica un acto del entendimiento que intuye la verdad [de la cosa] [veritatem rei intuentis] (c)

- Toda la consideración de las cosas que se tienen en cuenta en el consejo se ordena a emitir un juicio recto por la cual la consideración recibe su última perfección en el juicio. (ad 2)

Art. 5:

- La inconstancia implica el abandono de un buen propósito definido. Este abandono tiene como principio la voluntad ya que nadie se aparta del bien que se ha propuesto a no ser porque le agrada alguna cosa de modo desordenado; pero no se consuma sino por defecto de la razón, que falla al repudiar lo que antes había aceptado rectamente, y al no resistir a los embates de las pasiones, pudiendo hacerlo, lo que proviene de su debilidad en no mantenerse firme en el bien ya propuesto. De ahí que la inconstancia en cuanto a su consumación nace de un defecto de la razón. Y así como toda rectitud de la razón práctica pertenece de algún modo a la prudencia así todo defecto de la misma pertenece a la imprudencia; por lo cual la inconstancia, en su especie consumada, pertenece a la imprudencia. Y del mismo modo que la precipitación proviene de un defecto en el acto de consejo, y la inconsideración en el acto del juicio, la inconstancia surge por defecto en el acto del imperio, ya que decimos que es inconstante aquel cuya razón falla al imperar los actos que ya han sido bien deliberados y juzgados. (c)

II-II, q. 54

Art. 1:

- En todo pecado ha de existir defecto en algún acto de la razón… (ad 2)
II-II, q. 55

Art. 3:

- Pecados contra la prudencia que presentan semejanzas con ella:
Se da de dos modos:
1) Porque la razón se aplica a ordenar la acción a un fin que no es bueno sino sólo en apariencia, y esto es propio de la prudencia de la carne.
2) Porque para conseguir un fin bueno o malo se camina por vías fingidas y aparentes, lo cual es propio de la astucia. (cfr. c)

- No debe conseguirse un fin bueno usando medios simulados y falsos, sino verdaderos. (ad 2)

Art. 7:

- No podemos decir que una obra es virtuosa sino va revestida de las debidas circunstancias, una de las cuales es el tiempo… (c)

miércoles, 28 de enero de 2009

Semblanza de santo Tomás de Aquino


Santo Tomás era de alta estatura —de 1,90 metros—, recto, grueso, de cabeza voluminosa y calva en la región frontal, bien proporcionada, de color trigueño, de porte distinguido y de una sensibilidad extraordinaria. Cualquier cambio atmosférico o de clima le afectaba, y era sumamente sensible al frío. Su figura prócer se destacaba grandemente entre todos los miembros de la comunidad.
Su inteligencia era rápida, profunda, equilibrada; prodigiosa su memoria; insaciable su curiosidad, y su laboriosidad no conocía descanso. Comprendía con facilidad cuanto leía u oía, y lo retenía fielmente en su memoria como en el mejor fichero. Se procuraba todas las novedades de librería. Sin olvidarse de las mejores ediciones o traducciones; y con ser tanto lo que leía, era muchísimo más lo que pensaba y meditaba.
Evitaba toda palabra y conversación inútil. A imitación de su padre Santo Domingo, no hablaba más que con Dios o de Dios. En el momento en que la conversación salía de esos temas, discreta y amablemente se retiraba. Su único recreo era pasear solo por el claustro o por la huerta del convento, derecho y con la cabeza levantada, elevados los ojos al cielo en profunda contemplación. Pero era al mismo tiempo sumamente afable y cortés en su trato; siempre sonriente y servicial para con todos.
Estaba adornado de las más excelsas virtudes. De una pureza angelical consigo mismo y con los demás —quoad se et quoad alios—, era sumamente recatado y recogido. Evitaba con sumo cuidado el trato y conversación con mujeres, y rarísima vez se lo veía fuera del convento. Bartolomé de Capua, que lo conoció durante largos años, no lo vio fuera del convento de Nápoles más que una sola vez, a la hora de vísperas, y otra vez en Capua; solamente la caridad o la obediencia le hacían dejar su amable retiro claustral.
Su sobriedad era extrema. No comía y bebía más que una sola vez al día —a mediodía—, y siempre en el refectorio común. No se preocupaba de lo que le ponían delante, y tenían que cuidar de que tomase algo, porque se distraía continuando las altas especulaciones de su celda. Fray Reginaldo de Priverno, su habitual y fiel compañero, tenía que hacer con él oficio de nodriza.
Fue muy amante de la pobreza. Cuando escribía la Suma contra Gentiles usaba unos cuadernillos de papel mediocre, aprovechándolos hasta la última línea y el último ángulo. Se contentaba con el hábito y el calzado más pobres. En su celda no se hallaba nada selecto superfluo ni selecto.
Su humildad fue verdaderamente extraordinaria. Jamás hablaba de sí mismo ni de la nobleza de su familia. Cuando se trató de hacerlo maestro y profesor de París, alegó humildemente su corta edad y sus pocas luces, siendo así que su talento y capacidad habían sobresalido sobre todos los demás durante su cargo de bachiller bíblico y sentenciario. En los ejercicios y disputas escolares, en que es tan fácil excederse, máxime en aquellos tiempos y en aquellas circunstancias críticas por que atravesaba la Universidad parisiense, jamás se le escapó un gesto arrogante ni una palabra despectiva o molesta para nadie, a pesar de habérsele molestado y atacado duramente en ciertas ocasiones, como en el altercado de Juan Peckham, o cuando los partidarios de Guillermo de Saint-Amour, capitaneados por el bedel de la facultad, irrumpieron en su clase vociferando como energúmenos y maltratando a sus estudiantes. Rehusó con energía y tenacidad toda clase de altos puestos y dignidades eclesiásticas, contento con ser siempre un pobre y humilde fraile, y despreciando todas las pompas y vanidades del mundo. Con ser un hombre tan célebre y admirado de muchos, jamás sintió el menor movimiento de vanidad ni de soberbia.
Grande fue también su paciencia en los trabajos y enfermedades. Nunca se quejaba de nada que le faltase ni de sus dolores. Los enfermeros estaban maravillados, sobre todo en su última, larga y penosa enfermedad. Lejos de quejarse o molestarles con impertinencias, les mostraba humildemente su profundo agradecimiento por los más pequeños servicios que le hacían. Y durante las luchas y reyertas de París, en que le atacaban a él por una y otra parte como a principal adversario, y a veces como si fuera un hereje, jamás salió de su boca la menor queja en público ni en privado. Era la misma calma y placidez en medio de la tormenta como lo fue literalmente durante una travesía por el golfo de Lyon.
Pero al mismo tiempo era intrépido y enérgico en defensa de la verdad, dando siempre la cara con ejemplar nobleza. Cuando los gerardinos, por un lado, y los averroístas, por otro, emplearon procedimientos demagógicos, llevando la discusión de difíciles y complejos teológicos y filosóficos ante el tribunal del pueblo ignorante o de petulantes jovenzuelos, Santo Tomás se encara con ellos, y los emplaza a discutir noblemente por escrito y ante los sabios, con armas legítimas y cara descubierta. Y ante la insolencia y arrogancia de ciertos teólogos que afirmaban a boca llena y sentenciaban quasi ex tripode que una creación ab eterno era intrínsecamente imposible, sin tolerar ni reconocer el menor derecho a la opinión contraria, el santo les advierte que el talento y la sabiduría no han comenzado ni terminado con ellos, sino que también otros son capaces de saber lo que traen entre manos.
La ejecución rápida, detallada, conforme a todas sus cláusulas y encomiendas, del testamento de su cuñado el conde Roger de Aquila, son una obra maestra de justicia; lo mismo que la respuesta pronta y equilibrada a la consulta del general Juan de Vercelli sobre ciento ocho proposiciones denunciadas de Pedro de Taransia.
Su prudencia era proverbial. Se le llamaba el prudentísimo fray Tomás, prudentissimus frater Thomas. La acreditó plenamente en las respuestas que daba a san Luis de Francia y las varias consultas que le hicieron los capítulos generales y el general Juan de Vercelli.
Para con los pobres y desvalidos tenía entrañas de madre. Los compadecía sinceramente y les ayudaba cuanto podía con limosnas y consejos.
A pesar de su continua abstracción y taciturnidad, era profundamente humano para con todos, especialmente para con sus hermanos y sobrinos, que tierna y sobrenaturalmente amaba. A su sobrina Francisca, condesa de Ceccano, le consiguió del rey Carlos I de Anjou un salvoconducto para que pudiera ir a tomar baños a Nápoles. Pero era un cariño viril y sin sensiblerías. Cuando ocurrió la muerte de su madre y de sus hermanos, nadie podía notar en su rostro y modo de conducirse la menor mudanza o conmoción: únicamente se limitaba a encomendarlos a Dios en sus oraciones y sacrificios, invitando a sus discípulos y hermanos en religión a que hiciesen otro tanto.
Su amistad era fiel, sincera, sacrificada, tierna. De ella dan testimonio el rector y los profesores de la Facultad de Artes de París en su célebre carta al capítulo general de Lyon. Y la que tuvo con su ayudante y compañero fray Reginaldo es de las más puras y conmovedoras que registra la historia. Sin quererlo, se viene a las mientes la que tuvo el divino Maestro con su discípulo amado.
Pero sobre todo era hombre de gran oración y contemplación. Los testigos del proceso de canonización repiten hasta la saciedad que fue «hombre de gran oración», «de gran contemplación y oración», «de gran contemplación», «de contemplación ejemplar», llamándole «hombre contemplativo y totalmente abstraído de las cosas terrestres hacia las celestes», «contemplativo de Dios..., desprendido de las cosas terrenas y atraído por las celestes o divinas, con los ojos casi continuamente elevados al cielo».
Era el primero en levantarse por la noche, e iba a postrarse ante el Santísimo Sacramento. Y cuando tocaban a maitines, antes de que formasen fila los religiosos para ir a coro, se volvía sigilosamente a su celda para que nadie lo notase. El Santísimo sacramento era su devoción favorita. Celebraba todos los días, a primera hora de la mañana, summo diluculo, luego oía otra misa o dos, a las que servía con frecuencia. El oficio que compuso para la festividad del Corpus Christi y el sermón que predicó ente el consistorio con motivo de su inauguración son de los más tierno, devoto y profundamente teológico que se conoce en la sagrada liturgia: quo devotius in Ecclesia Dei non dicitur nec cantatur.
El arte ha inmortalizado este aspecto de la vida de Santo Tomás. En el museo del Prado existe un cuadro de Rubens en el que se presenta una procesión del Santísimo Sacramento. Van delante San Gregorio Papa, San Agustín y San Ambrosio. Siguen detrás San Jerónimo y San Buenaventura. En el centro avanzan Santo Tomás y Santa Clara. Ella va a la derecha y lleva la custodia; él camina a su izquierda, explicando con rostro inflamado el gran misterio. Lleva un gran libro debajo de su brazo derecho y acciona con la mano izquierda. San Gregorio, San Agustín y San Ambrosio detienen su marcha para escucharle; San Jerónimo, meditabundo, consulta la Sagrada Escritura; y San Buenaventura eleva, extático, sus ojos al cielo.
Sobre la tumba del santo, en la iglesia de San Sernin, de Toulouse, se levanta una magnífica estatua suya. En la mano derecha tiene el Santísimo Sacramento; en la izquierda, una espada de fuego. Debajo está grabada esta inscripción: “Ex Evangelii solio Cherubinus Aquinas Vitalem ignito protegit ense cibum”.
Igualmente tenía una devoción tiernísima a la Santísima Virgen. En el autógrafo de la Suma contra Gentiles se encuentran las palabras Ave, María, diseminadas por los espacios marginales, como otras tantas jaculatorias que brotaban de su corazón. Y cuando quería probar una pluma, no se le ocurría otra cosa.
Estas dos devociones predilectas suyas a Jesús y a María han sido bellamente expresadas por Andrés Orcagna en un hermoso políptico que se conserva en la iglesia dominicana de Santa María Novella, de Florencia. La Virgen Santísima, con gesto maternal, presenta ante su divino Hijo a Santo Tomás, que, arrodillado, recibe del Redentor un libro abierto, en donde se lee: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos. Te di un corazón sabio e inteligente (Ap 5, 9; Re 3, 12)». Y al pie del cuadro, en una figura más pequeña se representa al santo arrobado en éxtasis celebrando la santa misa.
Se encomendaba también con frecuencia a los ángeles y a los santos. Todos los días, por muy ocupado que estuviese con sus lecciones o sus obras, leía un capítulo de las Colaciones, de Casiano, para mantener vivo en su corazón, como él decía, el fuego de la devoción y amor de Dios.
A todo esto se unía el don de lágrimas, que poseyó en grado eminente. Durante la misa, sobre todo al acercarse la comunión, sus ojos eran dos fuentes de lágrimas. Lo mismo ocurría cuando contemplaba la pasión y muerte de Jesucristo, que lo hacía con mucha frecuencia. Y al cantar en Completas, durante la Cuaresma, de 1273, la antífona No nos deseches en el tiempo de la vejez, cuando nos falte la fuerza no nos abandones, Señor, llamó la atención de los religiosos el mar de lágrimas en que estaba sumergido.
Y con ser tantas las virtudes que adornaban su alma desde su niñez, pues conservó intacta su inocencia bautismal, creció siempre sin interrupción en todas ellas hasta el fin de su vida. Como atestigua el dominico Conrado de Suessa, que lo conoció durante largos años en Nápoles, Roma y Orvieto, «progresaba siempre de bien en mejor, y crecía de virtud en virtud». Hermosa y exactamente dice el cardenal Pedro Roger, que después fue papa con el nombre de Clemente VI: «como resulta claro a quien contempla su vida, es como si todos sus miembros fuesen ejemplos de virtud: se leía su simplicidad en la vista; su benignidad en la cara; su humildad en el oído; su sobriedad en el gusto; en la lengua su verdad; en el olor su suavidad; en su tacto la integridad; en su andar la gravedad; en su gesto la honestidad; en su entendimiento la claridad; en su afecto la bondad; en su mente la santidad; en su corazón la caridad: en él la belleza de su cuerpo fue imagen de su mente y figura de su bondad».
Espíritu eminentemente contemplativo —miro modo contemplativus según frase de Tocco—, para él no había dualidad ni oposición entre la oración y el estudio, como no la había la acción y la contemplación: su estudio era oración, y su oración era estudio. Por eso estudiaba y oraba siempre, salvo un tiempo brevísimo que sacrificaba al sueño. Como dice bellamente A. Touron: «oraba como si nada tuviera que esperar de su trabajo, y trabajaba con la misma aplicación que si la oración no pudiera bastarle para llegar a la ciencia más perfecta». En los últimos años de su vida sobre todo, el estudio quedó absorbido por la oración, y ésta por su forma más alta y elevada, que es la pura contemplación. Sabiduría, caridad, paz: he ahí las tres notas dominantes y características de la vida espiritual de Santo Tomás, que monseñor Grabmann ha expuesto deliciosamente en su Das Seelenleben des hl. Thomas von Aquin. No faltaba más que quitar las amarras del cuerpo mortal para que su espíritu volase hasta la presencia inmediata de Dios, traduciendo la contemplación en visión facial y beatífica. Fue canonizado solemnemente en Aviñon por Juan XXII el 18 de julio de 1323.


Santiago M. Ramírez, O.P.,
Introducción a Tomás de Aquino,
BAC, Madrid, 1975, pp. 74-88