martes, 19 de enero de 2010
Lección inaugural rigans montes
PRÓLOGO
El Rey y Señor de los cielos, estableció desde la eternidad la siguiente norma: que sus dones llegasen a las creaturas inferiores por medio de otras intermedias. Por lo cual dice Dionisio en el capítulo quinto de la Jerarquía Eclesiástica que es una sacratísima ley de la divinidad que las creaturas intermedias sean conducidas por las primeras hasta Su divinísima luz.
Pero, ciertamente, esta ley no sólo rige en el orden espiritual sino que también rige en el orden de las creaturas materiales.
Por lo que dice Agustín, en el libro De Trinitate III: que así como los cuerpos más groseros y torpes son gobernados mediante un cierto orden por los cuerpos más sutiles y poderosos, así también todos los cuerpos materiales lo son por el espíritu racional de la vida.
Y por eso, el Señor expresó este hecho mediante una metáfora tomada del orden de realidades materiales, diciendo en el Salmo que la sobredicha ley se cumple también en el modo de comunicación de la sabiduría espiritual: “Tú das de beber a las montañas desde tus altas moradas; del fruto de tus obras se sacia la tierra” (Salmo 103,13).. Tenemos la evidencia sensorial de que las lluvias descienden de la altura de las nubes, y que, regadas por ellas, las montañas manan las fuentes y los ríos con los que la tierra se sacia y es fecundada.
De manera semejante, desde las alturas de la divina sabiduría son regadas las mentes de los doctos, que se comparan con las montañas, por cuyo ministerio es derramada la luz de la sabiduría divina hacia la mente de los oyentes.
Así que, por lo tanto, podemos considerar, en la palabra que se nos propone, cuatro aspectos, a saber: la elevación de la doctrina espiritual; la dignidad de los que la enseñan; la condición de los oyentes; y el modo de proponerla.
Capítulo 1
Esta elevación se pone de manifiesto en que dice: “desde tus altas moradas”. Según la Glosa: Desde los más altos arcanos. Porque la Sagrada doctrina tiene esa elevación por tres razones:
En primer lugar por su origen, ya que ésta es una sabiduría de la que se dice que “viene de lo alto” Santiago 3,17 y Eclesiástico 1,5: “la fuente de la sabiduría es la Palabra de Dios en las alturas”.
En segundo lugar por la sutileza de la materia, según dice el Eclesiástico 24,7: “Yo, en las alturas he plantado mi tienda” . Hay, en efecto, algunas cosas elevadas en la divina sabiduría, a las cuales todos llegan, si bien imperfectamente, ya que el conocimiento de que existe Dios está inscrito en todos por naturaleza. Como dice el Damasceno, y como se dice a este propósito en Job 36,25:
“Todos los hombres la contemplan, el hombre la ve de lejos”.
Pero en cambio hay algunas que cosas son aún más elevadas, de modo que sólo las alcanza la inteligencia de los más sabios, con la sola guía de la razón, y a estas se refiere Romanos 1,19: “pues lo que se conoce de Dios se haya claro en ellos, puesto que Dios se lo manifestó”
En cambio hay otras cosas que son elevadísimas, y que trascienden el alcance de la razón humana, y respecto de ellas está escrito en Job 28,21: “ocultóse a los ojos de todo viviente”. Y en el Salmo 17:12: “Se rodeó de un velo de tinieblas”. Pero aún estas cosas, los maestros sagrados, enseñados por el Espíritu Santo que escudriña “aún las profundidades de Dios” (1 Cor 2,10), las trasmitieron en el texto de la Sagrada Escritura. Y éstas son aquéllas regiones altísimas, en las que se dice que habita esta Sabiduría.
En tercer lugar, por el fin de la sublimidad: porque tiene un fin altísimo que es la vida eterna, Juan 20,31: “y estas cosas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyéndolo tengáis vida en nombre suyo”. Y como leemos en Colosenses 3,2: “aspirad a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; aspirad a las cosas de arriba, no a las que están sobre la tierra”.
Capítulo 2
A causa de la elevación de esta doctrina se requiere por lo tanto que también los que la enseñan sean dignos. Por lo que se los compara con los montes, cuando se dice: “das de beber a las montañas”. Y esto por tres razones, a saber, primero por la altura de las montañas. Las montañas están elevadas sobre la tierra y cercanas al cielo. Así en efecto los sagrados maestros, menospreciando las realidades terrenales, anhelan ardientemente sólo las celestiales, como dice Pablo a los Filipenses 3,20: “porque nuestra ciudadanía está en los cielos”. Por lo que del mismo Maestro de maestros, es decir, de Cristo se dice en Isaías 2,2: “y será levantado por encima de los colados y afluirán a él todas las gentes”
En segundo lugar, debido al esplendor. Porque las montañas son las primeras que se iluminan con el sol. Y de manera semejante, los maestros sagrados son los primeros en recibir el resplandor de las mentes. Como los montes, los doctores son iluminados por los primeros rayos de la divina sabiduría, al decir del Salmo 75,5: “Fulgente en luz, fuerte, has venido de tus montañas eternas y se vieron confundidos los de corazón insensato” Esto es por los doctores que están en comunión con la eternidad, de los que dice Filipenses 2,15c: “entre los cuales brilláis como antorchas en el mundo”.
En tercer lugar, por la seguridad que brindan los montes, ya que gracias a las montañas el país se defiende de los enemigos. Y así debe haber doctores de la Iglesia para defensa de la fe contra los errores.
Los hijos de Israel no confían ni en la lanza, ni en las flechas, sino que su defensa está en los montes. Por lo que increpa a algunos Ezequiel 13,5: “No habéis acudido a reparar las brechas, ni habéis construido una muralla alrededor de la casa de Israel, para que pueda resistir en el combate en el día del Señor”.
En efecto: todos los maestros en las Sagradas Escrituras, deben estar en alto por la eminencia de sus vidas, para que sean idóneos para predicar eficazmente; porque, como dice san Gregorio en la Regla Pastoral: “es inevitable que se menosprecie la predicación del que lleva un vida reprobable”. Por el contrario, como dice el Eclesiastés 12,6: “Las palabras de los sabios son como picanas y como estacas clavadas en lo alto”. No puede estimular el corazón o traspasarlo de temor de Dios, si no está establecido en la altura de una vida superior.
Deben estar iluminados para que extraigan de la Escritura una enseñanza adecuada, según dice Pablo en Efesios 3,8: “A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde los siglos en Dios”.
Bien armados para refutar los errores y discutirlos, como anuncia el Señor por Lucas 21,15: “Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios”.
Y estas tres ocupaciones, es decir: predicar, explicar las Escrituras y refutar los errores, las enumera Pablo en Tinto 1,9b: “que sea capaz de exhortar [en la predicación] con la sana doctrina [en la lección] y refutar a los que contradicen [en la discusión]”.
Capítulo 3
De lo tercero que debemos tratar es de la condición de los oyentes, que se compara con la tierra sedienta, por lo que se dice: “se saciará la tierra”. Y esto se dice porque la tierra es lo más bajo, como dice la Escritura en Proverbios 25,3: “Como el cielo en altura y como la tierra en profundidad”, [así el corazón de los reyes es insondable]. Pero es asimismo estable y firme: “la tierra siempre permanece” (Eclesiastés 1,4b); y es asimismo fecunda: “Produzca la tierra hierba verde que dé semilla y árboles de fruto que dé fruto según su especie” (Génesis 1,11).
De la misma manera, a semejanza de la tierra deben ser los ínfimos por la humildad: “con los humildes está la sabiduría” (Proverbios 11,2). Pero también deben ser firmes por su sentido de la rectitud: “para que no seamos ya niños fluctuando de acá para allá, dando vueltas a todo viento de doctrina por lel fraude de los hombres” (Efesios 4,14).
Asimismo han de ser fecundos como es la tierra, para que los palabras de sabiduría que oyen den fruto en ellos: “lo que cayó en tierra buena, son los que, con corazón bueno y excelente, habiendo oído la palabra, la retienen y llevan fruto en virtud de la constancia” (Lucas 7,15). Les es muy necesaria la humildad para la disciplina que viene por brindar oído a la palabra: “Si te gusta escuchar, aprenderás, y si inclinas tu oído serás sabio” (Eclesiástico 6,33).
Así que se necesita un juicio recto de parte de los oyentes, como está escrito: “¿No discierne el oído las palabras como el paladar gusta el alimento?” (Job 12,11). Pero también se necesita la fecundidad en cuanto a la invención, por medio de la cual, a partir de lo poco que se ha oído, el buen oyente anuncie muchas más, según el Proverbio: “dale al sabio y será aún más sabio [instruye al justo y crecerá en ciencia] (9,9)
Capítulo 4
En cuanto al modo de la generación [de lo que es imperfecto a partir de lo más perfecto] se señala aquí tres aspectos que son: en cuanto al modo de la comunicación [de una perfección], en cuanto a la cantidad [de perfección comunicada] y en cuanto a la calidad del don recibido.
En primer lugar, en cuanto al modo de la comunicación. Porque la mente de los maestros no puede captar todo lo que está contenido en la divina sabiduría. Por lo cual no se dice: “las alturas den de beber a la tierra directamente” sino “del fruto de tus obras se sacia la tierra”. Por lo que Job dice: “¡cuán poca cosa hemos oído de Él!” (26,14b).
También de manera parecida, ni todo lo comprenden los maestros, ni trasmiten a sus oyentes todo lo que entienden. Como dice san Pablo: “oyó palabras inefables, que no es concedido al hombre repetir” (2 Corintios 12,4). Por lo que no dice “que entrega a la tierra el fruto de los montes” sino que “la sacia del fruto de sus obras”.
Y esto es lo mismo que dice san Gregorio en el libro 17 de las Morales, exponiendo el pasaje de Job 26,8 donde se lee: “Encierra las aguas en sus nubarrones sin que su peso lo haga desplomarse”. Dice Gregorio que el predicador no debe predicarle a los oyentes todo lo que sabe, porque tampoco él mismo es capaz de conocer la totalidad de los divinos misterios.
En segundo lugar se trata del modo en cuanto al modo de tener los conocimientos divinos. Porque Dios tiene la sabiduría por su propia naturaleza. Por lo que se dice que toda su supereminencia le corresponde por naturaleza: “con Él sabiduría y poder, de Él la inteligencia y el consejo” (Job 12.13).
En cambio, los maestros participan de esa abundancia. Por lo que se dice que reciben riego de más arriba: “”Voy a regar los plantíos de mi huerto y a embeber de agua el fruto de mi prado” (Eclesiástico 24,31). Por su parte, los que los oyen participan en la medida en que les es suficiente para su necesidad. Esto es lo que quiere decir la imagen de la tierra saciada: “quedaré saciado cuando se me manifieste tu gloria” (Salmo 16,15)..
Lo tercero, respecto del poder de comunicación, porque Dios comunica su sabiduría con su propio poder. Por lo que se dice que él mismo riega los montes. En cambio, los doctores comunican la sabiduría solamente en virtud de un ministerio. De donde se sigue que el fruto de los montes no se les atribuye a ellos mismos sino a las operaciones divinas. “La tierra se sacia”, dice el Salmo, “del fruto de tus obras”. Por lo que también leemos: “¡y qué es, pues, Pablo?” y en seguida: “ministros por cuyo medio creísteis” (1 Cor 3,4.5)
Pero “para esto ¿quién es idóneo?” se pregunta Pablo (2 Cor 2,17). Porque Dios exige ministros inocentes: “el que sigue un camino perfecto, ése me servirá” (Salmo 100,6). Ministros inteligentes: “El servidor inteligente goza del favor del Rey” (Proverbios 14,35). Ministros fervorosos: “los vientos te sirven de mensajeros, el fuego llameante de ministro” (Salmo 103,4). Ministros obedientes: “servidores que cumplís sus deseos” (Salmo 102,21b).
Pero aunque nadie sea por sí mismo capaz de ejercer un ministerio tan grande, puede esperar que Dios le de la capacidad para ejercitarlo: “no que por nosotros mismos seamos capaces de discurrir algo como de nosotros mismos, sino que nuestra capacidad nos viene de Dios” (2 Corintios 3,5). Por lo tanto hay que pedírselo a Dios: “si alguno de vosotros se ve falto de sabiduría, pídala a Dios, que da a todos generosamente y no zahiere, y le será otorgada” (Santiago 1,5).
Oremos. Nos lo conceda Cristo. Amén
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