martes, 2 de noviembre de 2010

Santo Tomás de Aquino según Leonardo Castellani

Presentamos aquí el "anteprólogo" escrito por el R.P. Leonardo Castellani S.J. a su versión castellana de la Summa Teológica de Santo Tomás de Aquino, editada por el Club de Lectores en Buenos Aires allá por 1944. En estas líneas está pintado de cuerpo entero, no sólo el Angélico, que es su tema, sino también Castellani, que es su autor, con su incomparable y genial estilo, en estas páginas que a nuestro modesto juicio están entre las más hermosas que se ha escrito sobre Santo Tomás.


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ANTEPROLOGO (1)

I. — RAZÓN DE ESTE TRABAJO

Viajando por nuestro país nombré una vez a Tomás de Aquino; y un compañero de tren me preguntó con toda seriedad si ese Aquino era de Corrientes. Porque, en efecto, Aquino es apellido correntino.

Se podía responder que no con una sonrisa. Pero también se puede responder con más profundidad aunque con menos sencillez: "Si señor, Tomás de Aquino es de Corrientes. No está en las listas del Senador Vidal. Pero fue uno de los maestros de San Martín y del Sargento Cabral."

Tomás de Aquino es de toda la Cristiandad entera, aun en sus rincones mesopotámicos, y sobre todo de esta cristiandad latina a que tenemos el honor y el riesgo de pertenecer. El Senador Vidal, como todo correntino, debe tener mucho de tomista sin saberlo, porque nadie puede sustraerse a una tradición secular. A través de la Orden de Predicadores, de las otras órdenes religiosas, de la Jerarquía católica, del clero secular y de los conquistadores, la Suma Teológica del Aquinense se instiló en el Nuevo Continente inspirando costumbres, leyes, actos de gobierno, hábitos mentales y maneras de hablar. "Es increíble la cantidad de latín que hay incluso en el lunfardo de un reo de la Boca y en la lengua turfística de un sportsman de Palermo" —ha dicho Eugenio D’Ors ("El Debate", Madrid, 20 de junio de 1934).

La lengua latina que impregna como un mantillo húmedo las raíces de nuestro romance castellano —y sin cuyo conocimiento al menos en las élites intelectuales nuestra lengua degenera necesariamente— fue rechazada de la enseñanza por los hombres del 84 sin que se pueda asignar para ese fenómeno hoy día ninguna razón perceptible; puesto que en esto no imitaron según su costumbre, ni a Francia ni a los Estados Unidos. De modo que la "Summa" del de Aquino, que está más honda en nuestra nacionalidad que los mismos Aquinos de Corrientes, fue sustraída en su texto original hace 60 años a la incipiente alta cultura argentina. ¡ Y así le ha ido a ella desde entonces! Y ahora hay que traducirla como se pueda a la lengua vulgar. Paciencia. No hay mal que por bien no venga. Puede ser que sirva como instrumento de comunicación hispano-americana.

"He aquí que de nuevo en 1944 —escribe la revista "Moctezuma", de Méjico— van saliendo de las prensas argentinas los volúmenes poderosos de su obra magna en lengua de Castilla. En otros tiempos, cuando Occidente era Cristiandad, un occidental que no supiera latín era considerado un primitivo. Hoy, que se nos ha quebrado en pedazos la herencia de muchas generaciones... nos parece primitivo el que sabe latín; progresista el que posee una radio Philco y un Ford V 8.

"La Suma Teológica fue una de las más poderosas contribuciones a la culminación de la unidad occidental. Unidad que era idea antes de ser hecho. Cuando todo Occidente —desde Oxford a Mesina y desde Salamanca a Nuremberg— estudiaba la Suma sin pensar que Tomás era fraile o italiano o escribía en latín, existían valores superiores a esos instintos carniceros que nos encierran hoy en fronteras de montes o de ríos, de lenguas o de razas, para odiar o explotar más cómodamente a los que viven al otro lado..."

II. — LO QUE ES EL AUTOR

El Pbro. Dr. Nicolás O. Derisi nos ha vertido un libro de Jacques Maritain, El Doctor Angélico, donde está contenido todo cuanto hace falta saber del hijo de los condes de Aquino; como hombre, como Santo y como Doctor.

Santo Tomás de Aquino es un milagro de la Providencia, nacido para llenar una misión intelectual que había de extenderse a todos los siglos, y prevenido ende para ella con dones tan extraordinarios de natura y de gracia que a los que tienen la dicha de conocerlo aparece como una gran montaña del mundo moral. Esa especie de gran Ángel sereno y activo, con sangre de reyes y cuerpo robusto de guerrero teutón que enseñó en Colonia, París y Nápoles, el triángulo de la Cristiandad Trecientesca, y recorrió en mula o a pie todos sus caminos, con los ojos grandes abiertos sobre todas las cosas y todos los libros, sorbiendo el alma y la entraña viva de los libros y las cosas, infatigable devorador del SER, que es el alimento insaciable de la inteligencia, la vida más vida que hay en nosotros... Hacer un recuento de esa grandeza, ni aun en tenue silueta, nos resulta imposible: y por eso nos referimos al libro de Maritain. Una imagen alegórica de la misión intelectual de Santo Tomás en el mundo, realmente hermosa, fue diseñada en forma de Auto sacramental o Misterio por el poeta Enrique Gheón (2), traducido hace poco al castellano por J. del Rey y J. Mejía con el nombre de La Gloria de Tomás de Aquino.

Pondremos aquí sólo un cuadro sinóptico de su vida y otro de sus obras para comodidad de nuestro lector de la Summa.

III. — LO QUE ES LA OBRA

El espíritu de ciencia y de inteligencia para la sabiduría de las cosas divinas que el Verbo prometió a la Iglesia, se derramó en los primeros siglos en la obra varia y tumultuosa de los Santos Padres, brotada primero de la polémica con los herejes y rebalsada luego en caudalosos remansos doctrinales. La Edad Media heredó esa enorme masa de ciencia sacra, que incluía la ciencia profana (no profanada aún en aquel entonces) y que tenía como fermentos poderosos las reliquias de la filosofía pagana y la ardiente contradicción de la contemporánea especulación mahometana y judía. San Agustín, Aristóteles, Averroes, y Salomón Maimónides simbolizan el momento intelectual de la Alta Edad Media. De aquella masa que por momentos parecía corrompiéndose más que fermentando (y de ahí los anatemas a Aristóteles y a los estudios racionales de prelados más celosos que sapientes) había que hacer pan de palabra divina a los pequeñuelos. Aquella gente a la vez infantil y gigantesca, llena de fuerza y de candor, aquel

‘Moyen Age énorme et dé1icat" emprendió fervientemente la tarea. Fue el tiempo de las "Sentencias". y de las "Sumas".

El doctor Juan P. Ramos ha explicado entre nosotros en tres doctas conferencias el alma, el mecanismo vital y el método tan natural como profundo de la "Universidad" medieval. La flor de esa Universidad es la Summa del Aquinense.

Tanto la Iglesia como la Monarquía necesitaban "letrados", que conociesen éstos la Escritura, aquéllos el Derecho Romano. Por tanto, ni el Rey hacía magistrados, ni el Papa Obispos y curas, por regla general, sino al que acreditase ciencia profana o sacra: no se daban "puestos" sino a quien fuese un "letrado"— tipo humano especial cuya lamentable degeneración conocemos hoy día con el nombre de "intelectual"—. Un Juan de Salisbury (Johannes Parvus) salía de la Universidad con un enorme volumen titulado "Polycráticus", se lo mandaba con una dedicatoria al Rey de Romanos, y a vuelta de chasque le venia el "nombramiento" de Arzobispo de Chartres.

Ni la Iglesia ni el Rey soñaban no obstante en "monopolizar" la enseñanza y fabricar ellos los "Letrados": al letrado lo fabrica el Sabio, y su propia vocación y total dedicación a las letras. Les convenía que hubiese sabios en sus reinos y que nadie los estorbase, al contrario. Como esos reyes sabían bien su oficio de Rey, sabían honrar como se debe a los que sabían bien su oficio de Sabios; y así Luis IX rogaba a su mesa al fraile fornido y moreno, que no hablaba más que latín y napolitano, y que se abstraía durante la comida y dando de pronto un puñetazo en la mesa gritaba: "Esto es definitivo contra los Maniqueos"; sobre lo cual el Rey sonriente mandaba traer al punto vitela y tinta para anotar el topado argumento decisivo. El rey veía en el fraile un ministro de Dios; y el fraile veía claramente en el rey la espada de Dios. Dichosos los puros de corazón porque ellos verán EN Dios.

Así pues en el Barrio Latino, sobre la colina de Santa Genoveva, a la orilla izquierda del Sena, se aglomeraba y bullía el mundo pintoresco de los maestros de toda laya en medio del hormigueo de los estudiantes de todo pelo y pueblo, sobre los cuales el Rey había puesto una especie de intelectual Sub-Rey, un Sabio entre los Sabios, que tenia el poder de azotar y hasta de imponer poena cápitis a los suyos; poder este último que no usó casi nunca. "Studium Generale!" "Universitas Studiorum!" Era toda una institución, que tenía su fuerza propia y privativa, que podía hacer temblar a los poderosos del dinero y de la espada, incluso de la espada espiritual, y que ocupaba una tercera parte de los pensamientos del Rey y del Papa, aunque no les gravaba para nada la Hacienda ni el Tesoro. Hoy día es al revés: la Universidad gasta mucho y puede poco, su luz es más sin fuerza que la luna; y entre nosotros su pobre luz prestada parece más bien a ratos el resplandor fosforescente que brota de los cadáveres.

Pedro el Lombardo, que recitaba todos los Santos Padres y sabía el hebreo como un rabino, poseía un galpón cualquiera, o un patio abovedado. Se sentaba en un sillón frailero puesto encima de dos arneses, mientras los discípulos se amontonaban en taburetes y los más pobres en montones de paja, algunos tirados pecho a tierra con la nariz en los papeles, escribiendo como demonios, mientras en la puerta se agolpaban de pie caballeros y nobles y algunas veces asomaba discretamente un obispo extranjero; y en el silencio profundo donde reinaba la voz chillona del Maestro de las Sentencias había novecientos alumnos. Si el Maestro se volvía a tomar un manuscrito, surgía un rumor espeso como el suspiro de un monstruo, un cuchicheo como el de la lluvia; pero mirando él a su público, ni la menor palabra se escapaba, pues los mancebos sabían bien lo que son 25 colas de gato y el Lombardo no sabía de bromas. Un día en medio de la "lectio" llegó un faraute con una bula del Papa refrendada por el Rey y el fornido lombardo dejó su asiento de dos arneses por la silla archiepiscopal de París, que en aquel tiempo era como ser Vice-Papa.

Por la mañana la "lectio", por la tarde la "disputatio", los dos ejercicios escolares fundamentales que menciona Santo Tomás en su Prólogo.

"Lectio" (pr. léccio) significa lectura. En aquel tiempo no había imprenta, los libros eran pocos, la memoria humana era mayor; y quizá también (hablando en general) la inteligencia. Los maestros tenían libros, que eran sus instrumentos, su capital y su tesoro; Santo Tomás dijo una vez que daría la ciudad de París par un manuscrito del Crisóstomo. El Maestro se sentaba en alto, y empezaba simplemente a leer su libro, el "De Trinitate" de San Agustín. Pausadamente. Todo. Tanto el texto coma las notas marginales suyas, deteniéndose a momentos para añadir otra nota o hacer una observación exegética; y los discípulos ¡COPIABAN TODO! Qué memorismo!, diría una maestra normal de hoy. Ese era el tipo general de enseñanza. Pero Pedro el Lombardo había inaugurado una enseñanza más compendiosa y nerviosa: en vez de leer el texto patrístico entero había coleccionado las sentencias más notables, los dichos capitales que contenían o rozaban un dogma, o que encerraban herejías aparentes, contradicciones, antinomias, aporías, problemas. Como un albatros sobre el mar, su memoria inmensa cernía sobre los escritos patrísticos buscando el pejerrey del punto duro. Y así la "lectura" se convertía en preparación inmediata de lo que era lo esencial de la enseñanza medieval (y de toda enseñanza propiamente filosófica), a saber, la "disputatio".

Por la tarde, uno de los mejores alumnos se sentaba al lado del Maestro y proponía en voz resonante una "Quaestio disputata"; por ejemplo:

"Si Adán no pecara, ¿ la virginidad religiosa sería siempre preferible al estado conyugal?"

Respondo que no; porque San Pablo (2a Corintios, quinto) al recomendarla dice: "propter instantem necesitatem" y San Agustín, en el "De bono pudicitiae", dice que la oblación del cuerpo sexual no es posible sin la gracia sanante ni sería meritoria sino como reacción heroica contra la tiranía de la actual concupiscencia. Por lo cual el Divino Maestro decía: "Sed hoc non omnes capiunt."

Entonces se levantaba uno del coro y con voz no menos juvenil trompeteaba en latín macarrónico:

"Veniâ Reverendi Moderatoris cunctorumque adstantium, contra thesim in quâ tenes:

"Si Adam non pecasset", etc.... "sic arguo:

"¡Virginitas esset quandocumque preferenda castitate conjugali!"

Porque: el mayor sacrificio que se ofrecía a Dios en la Antigua Ley era el holocausto, por el cual se destruye completamente un animal limpio. Ahora bien, el hombre es mortal en cuanto al cuerpo, y, sin embargo, todo su Yo, cuerpo y alma, elementos inseparables, tienden con toda su fuerza a la inmortalidad; y así el cuerpo animado tiende con fuerza enorme a la inmortalidad por la progenie, inmortalidad carnal de la especie y no del individuo, débil sustituto natural de la sobrenatural resurrección de la carne. El mayor sacrificio que el hombre hace a Dios es su vida, consta por Jo. XV, 13; pero por el voto de castidad el hombre se mata en cierto modo, renunciando a esa inmortalidad carnal del amor humano. Luego, en cualquier caso, aun en el estado de natura íntegra, la virginidad por motivo religioso hubiera sido estado superior al casto matrimonio, como el holocausto del cordero es acto de religión superior a su recto uso.

El sostenedor repetía la objeción reducida a tres limpios silogismos; otro arguyente y otro y otro se levantaban a romper lanzas. La muchachada aplaudía, se reía y gritaba, el Gran Bedel se las veía negras con su campanilla. Los italianos corregían a gritos los errores de gramática, los españoles pateaban y se atusaban las nacientes perillas, los ingleses decían flemáticamente , ¡hear! ¡ hear!, los tudescos, que se ponían siempre juntos en un rincón, rubios y grandotes, eran famosos por sus carcajadas. Los gordos bedeles circulaban todos colorados entre las filas con sus temibles varas de mimbre; y parecían barriles de aceite echados al mar, se hacía calma súbita donde pasaban. porque el día de Disputatio Menstrua cualquier bedel tenía potestad de infligir una "sala", y una "sala" era cosa seria. Sobre un cartapacio de piel de cabra el Maestro anotaba tranquilamente en medio de la batahola el resumen de las objeciones.

Entonces se levantaba el sustentante y en pausado latín y clara prosa daba su razón fundamental, "probatio", la prueba de su tesis. Y después, tomando una a una las objeciones, concedía la mayor, transaba la menor, distinguía la menor subsunta, y por ende contradistinguía el consecuente o bien negaba la consecuencia. El entusiasmo ardía de nuevo y se trababan diálogos vivísimos mechados de interjecciones en todos los "dialectos" de la Grande Europa; y cuando después del solemne resumen y conclusión hechos por el Cancelario la multicolor escolaresca se volcaba como un torrente sobre el Quai Saint Michel y la Place de Sorbon, era seguro que la lista de tesis o "cuestiones disputadas" había sido vuelta y revuelta en todos sentidos y el entendimiento se había tendido al máximo, como las fuerzas y destreza de un caballero en el torneo.

La discusión es absolutamente necesaria en filosofía, cuando menos como método didáctico (3) . Nadie puede enseñar "la filosofía", se puede enseñar a filosofar. Filosofar es ejercitar la propia razón sobre los primeros principios hacia las últimas razones de las cosas; y eso no es lo mismo que repetir de memoria los razonamientos de los filósofos puestos en fila, como pasa en muchas cátedras no muy lejos de aquí mismo. El argumento de autoridad tiene máximo peso en Teología, cuando se trata de la Autoridad Revelante; pero tiene el último lugar en filosofía, donde no basta el "Autos hfa", "el Maestro lo dijo", de los Pitagóricos. Algunos dicen que la polémica es indigna del filósofo; la polémica le será indigna, pero la crítica le es indispensable. El libro que para muchos es el pórtico de la filosofía moderna, la Primera Crítica de Kant, pese a su forma expositiva, es una discusión disimulada, donde los argumentos contrarios están implícitos o reducidos a antinomias o antítesis. Los 3.112 artículos de la Summa son discusiones en resumen. Habiendo usado ya el método expositivo en sus comentarios a Aristóteles y un método semipolémico en la "Summa contra Gentes’, el instinto poético del Santo Doctor designó calcar su "libro de texto" teológico sobre la práctica pedagógica de la "disputatio", imitando la "via inventionis" de la verdad por el intelecto humano; al mismo tiempo que en la disposición de los artículos empleaba el camino analítico, la via expositionis.

Esta idea fue un hallazgo genial. Como él lo nota en su prólogo, la lectura comentada de los Padres era engorrosa por las repeticiones y confusa por la falta de orden lógico; mientras que la "disputatio" dejaba lagunas, y se enardecía sobre puntos de menor importancia. El Lombardo había tratado de combinarlas en un cuerpo de doctrina con su selección de "Sentencias" , que el mismo Tomás había comentado en una vasta obra de juventud, que fue preparación de la Suma (4). No era bastante. Dominando con su mente arquitectónica el boscaje de las "cuestiones cuodlibetales" que él reduce analíticamente a sus primeras raíces, y calcando después la exposición de ellas sobre la misma vida intelectual de la época, en forma de fingida disputa, la Summa surge como una inmensa catedral gótica : catedral que es simple en el centro, donde como en un Sagrario late la pregunta eterna del Santo: "¿Quién es Dios?"; inmensamente varia en la superficie, cubierta por la procesión de todas las criaturas.

Los que no pueden ver más que la superficie, se pueden perder en ella. Hipólito Taine, en unas páginas de increíble superficialidad, se escandaliza de la "inutilidad" de muchas cuestiones de la Suma, y no se arredra de emplear la palabra "imbécil" hablando de uno de los genios reconocidamente más grandes del Universo (5). El renovador de la moderna crítica literaria, el asombroso perito en libros, el implacable disecador de la Revolución Francesa, comete aquí un traspié de esos que los españoles no se sabe por qué llaman garrafales. Santo Tomás hubiera triunfado de él modestamente diciendo que justamente por ser un contemplador de lo concreto es inapto a filosofar, porque de lo concreto no hay ciencia sino a lo más una virtud intelectual inferior llamada perspicacia. "Socrates et album non est vere ens neque vere unum!"

Pero nosotros tenemos derecho a pedir más, no al pobre filósofo de "L’Intelligence", pero al crítico literario de la "Histoire de Ia Littérature Anglaise". Muchas de las cuestiones que él pone como ejemplo de inútiles y estúpidas y mancha con burla fácil de enciclopedista, representan problemas eternos de filosofía, debatidos hoy día con palabras más abstrusas y forma menos pintoresca, debatidos por Taine mismo. La cuestión que pusimos arriba sobre la virginidad y el matrimonio, que no está en la Suma pero sí en el Maestro de las Sentencias, tenemos una bibliografía de más de cien libros actuales sobre ella, desde Lutero, por Freud, hasta el monstruoso "La chasteté perverse", de Boivenel, que la discuten con más encarnizamiento, y menos limpieza que antes. El mismo Taine la ha discutido sin darse cuenta; con la diferencia de los antiguos que aquéllos eran claros y la resolvían, y él es oscuro y encima no puede resolverla ni de lejos.

Es que la humildad de la ciencia antigua desconcierta a la ampulosidad del cientifismo moderno. No hay nada que se parezca más a lo simplón que lo simple; porque los extremos se tocan y la suprema sencillez del genio puede parecerse por momentos al simple devaneo del niño. Pero un gran crítico literario debe distinguirlos; y aquí le falló a Taine su crítica, a causa de su rígido espíritu de sistema, de su ignorancia filosófica y de sus prejuicios vehementes de hombre "positivo".

Que la escolástica haya disputado cuestiones meramente académicas o de puro virtuosismo dialéctico o conceptual, es obvio; no hay ciencia alguna en estado floreciente que no se vaya algo "en vicio", sin contar las cuestiones sistemáticas o técnicas (como la fijación del vocabulario), que no interesan al de afuera, pero son necesarias adentro, como el afilar un obrero la herramienta. La socorrida cuestión de "Si infinitos ángeles caben en la punta de un alfiler", citada comúnmente como ejemplo de ridículo bizantinismo, envuelve en sí nada menos que el problema metafísico del espacio, puesto en solfa y como en juego. Debe recordarse que aquellas mentes medievales eran sanas y juveniles, y no un vitriólico pedante cansado de la vida como Taine. Sin embargo, Santo Tomás es entre todos los escolásticos el más sobrio y serio, y menos amigo de hacer parábolas como la del "asno de Buridán". Quién le iba a decir a él cuando reprendía a Platón "de tener mala manera de enseñar, porque habla demasiado alegóricamente", que andando los siglos le iban a dirigir a él la misma reprensión aunque con diferente causa!

En el prólogo del tomito IV de esta traducción veremos un ejemplo de este modo concreto de tratar los problemas filosóficos en la sorprendente cuestión "De si en el estado de natura íntegra nacerían solamente varones". En esta duda más bien chusca está encerrada la difícil cuestión de la diferencia caracterológica de los sexos, debatida hoy, por ejemplo, por Ludwig Klages en "Grundlagen der Charakterkunde", cap. VI.

La última razón de esta forma juvenil y poética de discurrir, no es solamente la frescura de la mente medieval (pues bien en abstracto discurre Tomás en sus magnos comentarios a Aristóteles) sino el hecho de que la Teología es concreta y en la Suma los problemas filosóficos están ordenados a los teológicos (6).

IV. — LO QUE NO ES LA OBRA

Santo Tomás es un hombre a quien se le puede pedir mucho; pero siendo nada más que hombre no se le puede pedir todo. No se le puede pedir, por ejemplo, que sea infalible; no se le puede pedir que resuelva explícitamente los problemas que en su tiempo no existían; no se le puede pedir la misma certeza en todas sus conclusiones, la misma suprema elegancia intelectual en todas sus cuestiones. Creyó, por ejemplo, que lo que es hoy el Dogma de la Concepción sin Mancha era una opinión solamente, y la menos probable, o por lo menos no lo vió claramente (ver S. Th., III, c. 27); falla que Dios permitió quizá para que no presuma un hombre, aunque sea un águila del pensamiento, contener él solo el depósito de la revelación divina, que está prometido solamente al Cuerpo Total de la Iglesia viviente y perpetua.

El entendimiento del hombre está unido a un cuerpo, que está en el espacio, y por ende en el tiempo; todo filósofo, por inmortal que sea, está tocado de temporalidad. No le pidamos a Santo Tomás que viva a la vez en el siglo XIII y en el siglo XX! Justamente es de todos los siglos porque vivió a fondo su siglo XIII —lo vivió intelectualmente, que es la más alta manera de vivir—; pero no es de todos los siglos de la misma manera. Su mente es tan arquitectónica, sus intuiciones tan profundas y penetrantes, su sistema tan vasto, coherente y flexible, que realmente fué en un momento toda la filosofía y será por todos los siglos el representante quizá más completo de la Philosophia Perennis, de tal modo que no parece posible surja en lo filosófico prolongación o progreso alguno, que no sea posible injertar o integrar en ella. Pero en él la filosofía no era una edición ne varietur, una Biblia protestante, un depósito muerto de verdades definitivamente formuladas, como la tabla de multiplicar: ¡era una vida! Insistió tanto él mismo en la penuria de nuestros conceptos, la intrínseca cojera del pensar discursivo, advirtió tantas veces que el sistema, necesario a la ciencia humana, no es más que un sucedáneo de la Idea pura, de la intuición angélica imposible al hombre! Pero evidentemente, después de decir que el discurso es una condición peyorativa de la existencia corporal y espacial de nuestra mente, tiene que entregarse al discurso y a veces por cierto lo hace hasta el punto de pasarse un poco a la embriaguez dialéctica. Sería cerrar los ojos a la evidencia querer negar que aquí o allá confía demasiado en algunas fórmulas, que sustituye en la explicación de los textos el artificio lógico a la razón psicológica o histórica, que desdeña un poco la región baja de las ciencias medias en su volar acucioso al ideal helénico de la ciencia pura, que después de advertir que los misterios no se comprenden ni demuestran, se pone (comprendedor incorregible) a dar demostraciones de la Trinidad que no son sino semejanzas; o bien pruebas congruas de la Encarnación que son especie de poemas lógicos ad edificationem fidelium más aptos para la oración que para la apologética. El "intelectualismo" que le han incriminado Bergson y M. Seeberg no es un racionalismo, mil leguas de eso; pero su confianza absoluta de que la inteligencia y el ser son una cosa, "ens et verum convertuntur", de que no hay divorcio final entre la Vida y la Idea, le lleva a olvidarse a ratos de la oscuridad que infunde la materia a las cosas de este bajo mundo, a querer explicarlo todo, a racionalizar todas las enumeraciones, a poner a veces tranquilamente y sin decir ¡ojo! un orden ficticio, de tipo artístico, en los puntos impenetrables al ordenar científico, llevado quizá de ese instinto de simetría que movía al arquitecto medieval a poner estatuas donde no eran necesarias ni casi posibles. Estaba seguro de que la Inteligencia era la causa de todas las cosas y por tanto ¡todo tenía que tener explicación! "Era necesario que Cristo naciese de mujer y sin padre: porque Adán nació sin padre ni madre, Eva nació de varón sin mujer, nosotros nacemos de varón y mujer, luego era conveniente "ad decorum universi" que un hombre naciese de mujer sin varón", ¡para agotar todas las generaciones posibles! Explicación de tipo meramente poético, donde la ciencia suprema, la Teología (como advirtió en la Prima Pars, c. 1, art. 9) toca con los pies la ciencia ínfima, la poesía, con la cual tiene de común el instrumento del símbolo.

Así como no se puede pedir a la Teología el método propio de las matemáticas, tampoco se puede pedir a Santo Tomás el aparato de la teología moderna. El teólogo medieval era un "comprendedor" apasionado, en tanto que el teólogo moderno parece más bien (no hablo de discípulos de Tomás como Billot) un "rememorador" minucioso y escrupuloso hasta el delirio, un custodio armado del hipogrifo del Dogma que jamás se le ocurre ponerle el freno para salir en él volando. El archivista ha matado al soñador y los tratados de Teología se parecen hoy mucho más a códigos que a poemas. Así, pues, no busquen en Santo Tomás, por ejemplo, las aparateras "notas" teológicas que prenunció Melchor Cano ("De Locis") e introdujo la polémica con los jansenistas: "Esto es de fe y esto no es de fe; esto es de fe definida, de fe próxima a definirse, de fe por la Escritura, de fe por el magisterio común, de fe implícita; esto es conclusión teológica cierta, doctrina unánime de los doctores, sentencia común, probabilísima, más probable, probable, disputada." En la cuestión"De si negar las Nociones (de la Trinidad) es herejía", el Santo Doctor advirtió en general que toda proposición negante lo que está de algún modo conexo racionalmente con el Dogma, se reduce también de algún modo a la herejía, salva siempre la intención subjetiva; pero él no se aflige por distinguir en su inmenso tratado las diversos grados de conexión de las verdades con la Revelación: amasa tranquilamente todo lo que él tiene por verdadero en un solo bloque, que sería imprudente tener por monolítico; yuxtapone al dogma, la conclusión, la congruidad, la alegoría y hasta la conjetura; y al lado del teorema metafísico de que en el Angel la sustancia no se identifica con el acto intelectivo, estampa tranquilamente el loguema poético de que los querubines fueron creados en el Cielo Empíreo, confiando quizá demasiado en el criterio de su lector, incluso del lector de su tiempo.

Menos todavía se le puede pedir a Santo Tomás que haga un tratado magistral tan accesible como una novela, o que informe teológicamente a un sujeto impreparado. Es superfluo advertir aquí que la Suma es una obra científica, por más que el interés transcendente de sus cuestiones, sus vínculos con todo lo que hay de más humano, la modestia de su vestidura terminológica y el milagro de la claridad a que la llevó el genio del Aquinense puedan inducir en error a los incautos: porque, como notó Vázquez de Mella, la profundidad del pensamiento tomista no está tanto en las líneas cuanto en los blancos que hay entre ellas; quiere decir, en lo que suponen las líneas para ser entendidas en toda su fuerza, que es nada menos que la familiaridad con la filosofía aristotélica (7) . De modo que dio más bien muestra de inteligencia aquella dama a quien Fray T. Pegues, o. p., prestó su traducción francesa de la Summa, la cual después de leer la Cuestión 3ª: "De la simplicidad de Dios", se la devolvió diciéndole que tenía bastante: "porque si ésta es la simplicidad de Dios, ¿ qué será su complicación?" —dijo con todo buen sentido la buena señora.

Pero Tomás de Aquino no fue un filósofo solamente y si fue un gran filósofo era porque estaba por encima de su misma filosofía. No fue un solitario como Kant, ni un catedrático como Suárez, ni un reformador vagabundo como Descartes, ni un diletante de genio como Leibnitz: fue una especie de atleta intelectual, miembro de una orden naciente, metido en el vivo foco de la vida religiosa, política y social (que entonces eran una) de uno de los siglos más hervorosos que han sido: por lo tanto, en su obra maestra, pese a lo que pueda parecer, no hay nada de académico, nada de pura técnica y virtuosismo, nada de repuesto o de sobra, ni mucho menos los abismos de ignorancia que creyó ver, a través de la suya propia, el pobre Taine. Él sabe ser tan sutil como Escoto, pero no busca la sutileza por la sutileza; él es tan ecléctico como Suárez, pero tiene demasiada sangre para no preferir a los sabios resúmenes o tibios compromisos el avalance del propio pensar personal. En su catedral no hay criptas ni recovas y hasta el último capitel está sosteniendo algo; no hay adornos, contrapuertas ni falsas ventanas. Por cada artículo se entra a alguna parte, y detrás de muchos de ellos está guardando una Melisinda el Caballero de las Armas Verdes, hecha de todos los Taines y los Viejos Verdes, sólo superable por la divina obstinación del Enamorado.

LEONARDO CASTELLANI, S. J.

Mar del Plata, Febrero de 1944,

en el Instituto Peralta Ramos.

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NOTAS



1) Santo Tomás puso a la "Summa" un prólogo de 22 líneas, explicando su propósito. No es lícito pues ponerle otro prólogo, a no ser que sea un mero comentario o paráfrasis de la media página del maestro. Eso nada más quieren ser estas 22 páginas.

2) Le Triomphe de Saint Thomas d’Aquin, "Revue des Jeunes", Paris, 1922.

3) Ver De si la doctrina sacra es argurnentada, I, c. 1, a. 8.

4) In 4 Libros Sententiarum Commentarium.

5) "Vous vous croyez au bout de la sottise humaine? Attendez encore.... ." (Histoire de La Litterature Anglaise, c. III, § VIII, pág. 225 de la edic. de 1866). Taine se hace allí una mezcolanza con toda la Edad Media bajo la etiqueta equívoca de "escolástica", mezcla de Sto. Tomás con Abelardo, Pedro Lombardo, Escoto, Roscelin, Bacon, Raimundo Lulio, Occam y aun con San Ignacio y Sta. Teresa, a quienes califica de "Edad Media que revienta espléndida y demente". Diderot, a quien é1 moteja cruelmente de superficial en la "France Contemporaine", tomo I, no escribió páginas más frívolas ni botaratescas.

6) Ver De si la ciencia sagrada debe usar de metáforas y símbolos — respuesta afirmativa, en 1ª, q. 1, art. 9. Es curioso que donde tropieza un gran crítico literario como Taine, ve claro y hace justicia a la Escolástica un pedagogo protestante, el doctor Phil. - Paul Monroe, profesor en la sección Magisterio de la Columbia University de Nueva York. Mejor fundado que Taine en Filosofía, percibe detrás de las cuestiones "pueriles" de la Escolástica: 1º, las más profundas inquisiciones acerca del ser, de la naturaleza de la realidad y del espíritu, de la esencia de lo divino; 2º, un propósito pedagógico de llegar con claridad a todas las mentes, aun a riesgo de exponerse al ridículo. En su clásico: "Brief Course in the History of Education", dice así el profesor Monroe:
"Hence such trivial or even sacrilegious questions as those which are so often quoted as indicative of the puerility and utter worthlessness of scholastic learning, in reality deal with subjects regarded as of vital importance in our own times, "How many angels can stand on the point of a needle?", "Can God make two hills without the intervening valley?", "What happens when a mouse eats the consecrated host?" — all such questions conceal beneath their simple form the most profound inquiries concerning the relation of the finite to the infinite, the attributes of the infinite, the nature of reality. Give them a form that only the trained metaphysician can understand, and they constitutes the profoundities of modern thought; give them such form as the untrained adult or the youth just beginning his course of scholastic studies can comprehend and handle, and they form the alleged "monstrosities" of the Schoolmen." (LC.)

7) Familiaridad que puede adquirirse meditando la Summa tan bien en cierto modo como leyendo a Aristóteles y mejor que leyendo manualitos.

 
Tomado de http://www.laeditorialvirtual.com.ar/Pages/Castellani/SantoTomas.htm

jueves, 28 de octubre de 2010

¿el alma puede conocer separada del cuerpo?

I, q. 89, a.1, c.


“Esta cuestión entraña cierta dificultad, porque el alma, mientras está unida al cuerpo, no puede conocer nada si no es recurriendo a las imágenes, como lo confirma la experiencia. Si esto le correspondiera no por naturaleza, sino accidentalmente, por el hecho de estar unida al cuerpo, como creían los platónicos, la cuestión sería solucionada con facilidad. Pues, suprimido el impedimento del cuerpo, el alma volvería a su estado natural, conociendo entonces lo inteligible sin tener que acudir a las imágenes, que es lo que hacen las demás sustancias separadas. Pero, según esto, si el alma comprendiese peor unida al cuerpo que separada de él, su unión con el cuerpo no sería mejor para el alma, sino mejor para el cuerpo. Esto es absurdo, porque la materia existe para la forma, y no al revés. Por el contrario, si admitimos que el alma para entender necesita naturalmente acudir a las imágenes, como su naturaleza no cambia por la muerte del cuerpo, parece que el alma nada puede entender naturalmente por no disponer de imágenes a las que referirse.

Para apartar esta dificultad, hay que tener presente que todo ser obra en cuanto está en acto; y el modo de obrar corresponde a su modo de ser. El alma tiene un diferente modo de ser cuando está unida al cuerpo y cuando está separada de él. Conserva, sin embargo, la misma naturaleza. No es que la unión con el cuerpo sea para ella algo accidental, pues se realiza por exigencia de su misma naturaleza. Tampoco cambia la naturaleza de un cuerpo ligero cuando pasa de un lugar apropiado que por naturaleza le corresponde a otro que no es el suyo propio, sino ajeno a su naturaleza. Así, pues, conforme a su modo de ser, cuando está unida al cuerpo, al alma le corresponde un modo de entender que consiste en referirse a las imágenes de los cuerpos que se encuentran en los órganos corpóreos. En cambio, separada del cuerpo, le compete un modo de entender semejante al de las demás sustancias separadas, consistente en una conversión hacia lo inteligible. Por lo tanto, el modo de entender volviéndose a las imágenes es natural al alma, como lo es su unión al cuerpo. En cambio, estar separada de él y entender sin recurrir a las imágenes es algo que está fuera de su naturaleza. Por eso se une al cuerpo: para existir y obrar conforme a su naturaleza.

Pero esto plantea una nueva duda. Como la naturaleza se ordena siempre a lo mejor y es más perfecto conocer volviéndose directamente a lo inteligible que recurriendo a las imágenes, la naturaleza del alma debió de ser formada de tal forma por Dios, que la manera más perfecta de conocer le fuese connatural, sin que para ello necesitara unirse al cuerpo.

Así, pues, hay que tener presente que, aun cuando el entender refiriéndose a lo superior, en cuanto tal, es más digno que el hacerlo recurriendo a las imágenes, sin embargo, dada la capacidad del alma, tal manera de conocer era más imperfecta. Se demuestra de la siguiente manera: En todas las sustancias intelectuales, la facultad cognoscitiva proviene de un influjo de la luz divina. En su primer principio es una y simple. Pero cuanto más van alejándose de él las criaturas intelectuales, tanto más se divide y diluye aquella luz, como ocurre con las líneas que parten del centro. De aquí que Dios entienda todas las cosas por su sola esencia, y que las sustancias intelectuales superiores, aunque conozcan por medio de diversas formas, sin embargo se sirvan de pocas, las más universales y eficaces para la comprehensión de las cosas, debido al poder de la energía intelectiva que en ellas reside. En cambio, las sustancias inferiores necesitan muchas más formas, menos universales y menos eficaces para penetrar la realidad, debido a que carecen del poder intelectual de las superiores. Si las sustancias inferiores poseyeran las formas tan universales como las superiores, no poseyendo la virtualidad de intelección de aquéllas, no obtendrían por ellas un conocimiento perfecto de las cosas, sino uno genérico y confuso. Esto se comprueba también, en parte, entre los hombres, pues los menos capacitados intelectualmente no adquieren un conocimiento perfecto mediante conceptos universales de los más inteligentes, a no ser que se les explique cada cosa en particular. Pues bien: Es evidente que, en el orden natural, las almas humanas son las ínfimas entre las sustancias espirituales. La perfección del universo exigía que hubiera grados diversos en las cosas. Así pues, si Dios hubiera dotado a las almas humanas de la intelección propia de las sustancias separadas, su conocimiento no sería perfecto, sino general y confuso. Para que pudieran conocer con propiedad y perfección las cosas, han sido ordenadas naturalmente a unirse a los cuerpos, para que puedan tener un conocimiento adecuado de lo sensible. Algo parecido a lo que sucede con los hombres torpes, que no pueden llegar a la ciencia si no es por medio de ejemplos sensibles.

Por lo tanto, resulta claro que el estar unida con el cuerpo y entender por medio de imágenes es mejor para el alma. Si bien puede existir separada y tener otro modo distinto de conocer.”

lunes, 18 de octubre de 2010

El juicio particular al alma después de la muerte:

“Inmediatamente después de la muerte, las almas de los hombres reciben el merecido premio o castigo. Pues las almas separadas son capaces de penas tanto espirituales como corporales (…). Y son capaces de gloria (…). Pues, por el mero hecho de separarse el alma del cuerpo se hace capaz de la visión de Dios, a la que no podía llegar mientras estaba unida al cuerpo corruptible. Ahora bien, la bienaventuranza íntima del hombre consiste en la visión de Dios, que es el premio de la virtud. Luego no hay razón alguna para diferir el castigo o el premio, del cual pueden participar las almas de uno y otros. Luego el alma, inmediatamente que se separa del cuerpo, recibe el premio o castigo “por lo que hizo con el cuerpo” (2 Cor 5, 10)”

“Al orden del pecado y del mérito corresponde convenientemente el orden del castigo o del premio. Pero el mérito y el pecado no recaen en el cuerpo sino por el alma, pues únicamente lo que es voluntario tiene razón de mérito o demérito. Así, pues, tanto el premio como el castigo deben pasar y derivarse del alma al cuerpo, no a la inversa. Luego no hay motivo alguno para que, al castigar o premiar las almas, haya que esperar a que vuelvan a asumir sus cuerpos; por el contario, parece más conveniente que las almas, en las que con anterioridad al cuerpo estuvo el pecado o el mérito, sean castigadas o premiadas también antes que sus cuerpos”

Suma contra gentiles, IV, cap. 91.

miércoles, 18 de agosto de 2010

La inteligencia al servicio de Cristo Rey


«No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo no está en él la caridad del Padre. Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.» Bossuet recuerda estas palabras de la primera Epístola de Juan, al final de su Tratado de la concupiscencia, y les añade este breve, pero expresivo comentario: «las últimas palabras de este apóstol nos muestran que el mundo del que Juan habla, es aquel que prefiere las cosas visibles y pasajeras y eternas. » Permitidme añadir a mi vez únicamente que si llegamos a entender el significado de esta definición, el enorme problema que tenemos que examinar juntos se resolverá por sí mismo.


Estamos en el mundo; tanto si nos gusta como si no, es un hecho, y el estar o deja de estar en él no depende de nosotros; sin embargo, nosotros no tenemos que ser del mundo. ¿Cómo es posible estar en el mundo sin ser de él? Este es el problema que ha obsesionado la conciencia cristiana desde la fundación de la Iglesia, y que se muestra especialmente intenso y grave para nuestra inteligencia. Es verdad que la vida cristiana nos ofrece una solución radical a esta dificultad: dejar el mundo, renunciar del todo a él refugiándonos en la vida monástica. Pero en primer lugar los estados de perfección serán siempre el patrimonio de una «élite»; y lo que es aún más importante, los mismos «perfectos» huyen del mundo para salvarle salvándose a sí mismos, y es un hecho observable que el mundo no siempre quiere que le salven. Entre nosotros siempre habrá almas deseosas de huir del mundo, pero no es seguro, ni mucho menos, que el mundo les permitirá siempre huir de él; pues el mundo no sólo se afirma a sí mismo, sino que incluso no quiere admitir que alguien renuncie a él. Esta es la ofensa más cruel que le puede ser infligida. Ahora bien, el uso cristiano de la inteligencia es una ofensa de esta misma clase, y quizá entre todas ellas la que le hiere más profundamente; ya que cuanto más se da cuenta de que la inteligencia es lo más elevado del hombre, tanto más se desea arrogarse su homenaje y someterla sólo a sí mismo. El primer deber intelectual del cristiano es negarle este homenaje. ¿Por qué y cómo? Esto es precisamente lo que hemos de descubrir.

La eterna protesta del mundo contra los cristianos es que le desprecian, y que al despreciarle entienden mal lo que constituye el propio valor de su naturaleza: su bondad, su belleza y su inteligibilidad. Esto explica los incesantes reproches dirigidos contra nosotros n nombre de la filosofía, la historia y la ciencia: el Cristianismo rehúsa tomar en consideración al hombre entero, y con el pretexto de hacerlo mejor, lo mutila obligándole a cerrar los ojos a cosas que constituyen la excelencia de la naturaleza y de la vida, a entender mal el progreso de la sociedad a lo largo de la historia y a considerar sospechosa la ciencia que progresivamente va descubriendo las leyes de la naturaleza y de las sociedades. Estos reproches que tan repetidamente nos han sido hechos, no son ya tan conocidos que dejan de interesarnos; no obstante es nuestro deber no dejar nunca de responder a ellos, y sobre todo no perder de vista lo que ha de ser respondido. En efecto, el Cristianismo es una condenación radical del mundo, pero al mismo tiempo una aprobación sin reservas de la naturaleza; pues el mundo no es naturaleza, sino naturaleza que hace su curso sin Dios.

Esto, que con mayor verdad decimos de la naturaleza, lo podemos afirmar con mayor motivo de la inteligencia, que es el remate de la naturaleza. La tarde de la creación Dios miró su trabajo y juzgó, dice la Escritura, que todo aquello era muy bueno. Pero lo mejor de su trabajo fue el hombre, creado a su imagen y semejanza; y si buscamos el fundamento de la semejanza divina, lo encontraremos, dice San Agustín, in mente, en el pensamiento. Sigamos todavía con el mismo doctor: encontramos que esta semejanza está en toda la parte del pensamiento que es, por decirlo así, la cúspide, aquella parte por la cual él concibe la verdad, en contacto con la luz divina, de la que es una especie de reflejo. El destino del hombre según el Cristianismo, es aprehender la verdad aquí abajo, por medio de la inteligencia, aunque sea de modo oscuro y parcial, mientras espera verla en su completo esplendor. Verdaderamente, lejos de despreciar el conocimiento, lo acaricia: intellectum valde ama.

A menos que alguien pretenda conocer mejor que San Agustín lo que es el Cristianismo, no puede echarnos en cara que lo traicionamos o acomodamos a las necesidades de la causa, por seguir el consejo de este santo: ama la inteligencia y ámala mucho. La verdad es que si amamos la inteligencia tanto como nuestros adversarios, y a veces incluso más, no la amamos del mismo modo. Existe un amor de la inteligencia que consiste en dirigirla hacia las cosas visibles y pasajeras: este amor pertenece al mundo. Pero hay otro que consiste en encaminarla hacia lo invisible y eterno: éste pertenece a los cristianos. Es por lo tanto el nuestro; y si lo preferimos al primero, es porque no nos niega nada de lo que el primero nos daría, y aún nos inunda con todo lo que el otro es incapaz de darnos.

El carácter contradictorio de las objeciones que dirigen al Cristianismo, muestra claramente que hay en él algo que sus adversarios no acaban de entender. Pero es también un consuelo para nosotros el notar que sus objeciones permanecen en tales confusiones. Pues le reprochan el poner al hombre en el centro de todo, pero también que menospreciamos su grandeza. Y yo quiero admitir que podemos equivocarnos diciendo una cosa o la otra, pero no afirmando las dos al mismo tiempo. Y lo que es verdad del hombre en general, es verdad de la inteligencia en particular. Yo le permitiría a uno que reprochara a Santo Tomás de Aquino por haber traicionado el espíritu del Cristianismo exaltando indebidamente los derechos de la inteligencia, o que le reprochara por haber traicionado el espíritu de la filosofía exaltando indebidamente los derechos de la fe, pero no puedo entender cómo pudo hacer ambas cosas al mismo tiempo. ¡Qué misterio, por lo tanto debe esconderse en las profundidades del hombre cristiano para que sus pasos más espontáneos y sólidos parezcan tan misteriosos a quienes los observan desde fuera!

Este misterio, ya que se trata realmente de un misterio, es el misterio de Jesucristo. Es suficiente estar informado de lo que es el Cristianismo, aunque sea vagamente, para conocer en qué consiste este misterio. Por la Encarnación Dios se hizo hombre; es decir las dos naturalezas, divina y humana, se encontraron unidas en la persona de Cristo. Lo que no es tan bien conocido para aquellos que se adhieren a este misterio por la fe, es la sorprendente transformación que él introdujo en toda naturaleza y por lo tanto en la manera en que debemos concebirla desde entonces. Mejor sería decir transformaciones sorprendentes, pues este misterio incluye en sí tantos otros, que nadie podría agotar sus consecuencias.

Démonos aquí por satisfechos examinando una de ellas: la que nos conduce directamente al núcleo de nuestro tema. Desde el momento en que la naturaleza humana fue asumida por la naturaleza divina en la persona de Cristo, Dios ya no domina y gobierna la naturaleza únicamente como Dios, sino también como hombre. Si entre todos los hombres hay uno solo que realmente merece el título de Hombre-Dios, ¿cómo puede dejar de ser el jefe y el soberano de todos los otros , dicho más brevemente, su rey? He aquí por qué Cristo no es sólo el soberano espiritual del mundo, sino también su soberano temporal. Pero sabemos por otro lado que la Iglesia es el cuerpo místico, es decir, según la doctrina de San Pablo, los miembros de Cristo; todos los fieles son por lo tanto sacerdotes y reyes en la medida en que son miembros de Cristo. Et quod est amplius, dice Santo Tomás, omnes Christi fideles, in quantum sunt membra ejus, reges et sacerdotes dicuntur. Así pues, desde entonces en todo cristiano hay como una imagen e incluso como una participación de este supremo misterio, la humanidad divinizada por la gracia, revestida en su verdadera miseria por una gracia sacerdotal y real al mismo tiempo, que constituye el misterio del hombre cristiano.

En Pascal tenemos una profundísima interpretación de esta prodigiosa transformación de la naturaleza por la Encarnación; esto es lo que da a su obra la plenitud de su sentido. Que nosotros sólo conocemos a Dios, a través de la persona de Cristo, que era Dios mismo viviendo, hablando y actuando entre nosotros, Dios mostrándose a sí mismo como hombre para ser conocido por los hombre, todo ello es demasiado evidente; pero el gran descubrimiento, o redescubrimiento de Pascal es haber entendido que la Encarnación, al cambiar profundamente la naturaleza del hombre, se ha convertido en el único medio existente para conocer al hombre. Esta verdad aporta un nuevo significado a nuestra naturaleza, a nuestro nacimiento, a nuestro fin. «No sólo» escribió Pascal, «conocemos a Dios únicamente a través de Jesucristo, sino que nosotros mismos sólo nos comprendemos a través de Jesucristo. Entendemos la vida y la muerte sólo a través de Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos ni qué es la vida, ni qué es la muerte, ni qué es Dios, ni qué somos nosotros mismos. »

Apliquemos estos principios al ejercicio de nuestra inteligencia; inmediatamente veremos que la del cristiano, en oposición a una que no conoce a Jesucristo, sabe que ha caído y que ha sido redimida, que es incapaz, por lo tanto, de alcanzar su pleno retorno sin la gracia, y en este sentido, así como la realeza de Cristo domina el orden de la naturaleza y de la sociedad, así domina el orden de la inteligencia. Quizá nosotros, católicos, lo tenemos demasiado olvidado, quizá incluso nunca lo hemos entendido, y si alguna vez ha existido una época que necesite entenderlo, es sin duda la nuestra.

¿Qué nos enseña, en efecto, este misterio con respecto a los límites y naturaleza de la inteligencia?

Al igual que la naturaleza coronada por ella, la inteligencia es buena; pero esto sólo es así si en ella y por ella toda la naturaleza mira hacia su fin, que es conformarse a Dios. Pero al tomarse a sí misma como su propio fin, la inteligencia se ha apartado de Dios apartando consigo la naturaleza, y sólo la gracia puede ayudar a ambas a volver a lo que es realmente su fin, puesto que es su origen. El «mundo» es precisamente esta negativa, que separa a la naturaleza de Dios, a participar en la gracia, y la inteligencia pertenece al mundo en cuanto se une con él rechazando la gracia. La inteligencia que acepta la gracia es la del cristiano. Y es al abandono precisamente de este estado cristiano de la inteligencia, a lo que el mundo, por el odio que siente hacia el, nos empuja a que le acompañemos.

Esto es lo que constituye el auténtico peligro para nosotros. No tenemos dudas acerca de la verdad del Cristianismo; estamos firmemente resueltos a pensar como cristianos; pero ¿sabemos lo que hay que hacer para realizarlo? ¿Conocemos exactamente en que consiste el Cristianismo? Los primeros cristianos lo sabían, porque entonces el Cristianismo estaba muy cerca de sus comienzos, y el enemigo contra el que luchaba no podía permanecer desconocido o malentendido por nadie; era el paganismo, es decir, ignorancia al mismo tiempo del pecado que condena y de la gracia de Jesucristo que redime. Por esto la Iglesia, no sólo entonces sino a través de los siglos, ha recordado especialmente al hombre la corrupción de la naturaleza por el pecado, la debilidad de la razón sin la Revelación y la impotencia de la voluntad para hacer el bien si no es ayudada por la gracia. Cuando San Agustín luchó contra Pelagio, que se llamaba a sí mismo cristiano y como tal se consideraba, el gran doctor luchó en realidad contra un intento del paganismo de restaurar el antiguo naturalismo e introducirlo en el mismo corazón del Cristianismo. El naturalismo del Renacimiento fue otro intento de la misma índole, y aún hoy, estamos en un mundo que se cree naturalmente sano, justo y bueno, porque al haber olvidado e1 pecado y la gracia considera su corrupción como la regla de su propia naturaleza.

En todo esto no hay nada que el cristiano no pueda e incluso no deba esperar. Sabemos que la lucha del bien contra el mal sólo acabará con el mundo mismo. Lo que es más grave es que el paganismo constantemente puede intentar penetrar dentro del propio Cristianismo, como en tiempo de Pelagio, y que puede conseguirlo. Es un peligro siempre latente para nosotros y que sólo con gran dificultad podemos evitar. Es muy difícil y casi imposible vivir como cristianos, sentir como cristianos y pensar como cristianos en una sociedad que no es cristiana, cuando no vemos, oímos o leemos casi nada que no ofenda o contradiga al Cristianismo; cuando la vida nos da una obligación y la caridad nos impone el deber de no romper visiblemente con las ideas y costumbres que reprobamos. Esta es también la razón por la que continuamente estamos tentados de disminuir o adaptar nuestra verdad, para aminorar la distancia que separa nuestras formas de pensar de las del mundo, o con la esperanza, a veces sincera, de hacer el Cristianismo más aceptable al mundo y así secundar su labor de salvación.

De aquí los errores, la flojera de pensamiento y las componendas contra las que se ha rebelado en todo tiempo el celo de ciertos reformadores. Restaurar la Cristiandad en la pureza de su esencia, fue en efecto la primera intención de Lutero y Calvino; ésta es aún hoy, la del ilustre teólogo calvinista Karl Barth que emplea todos sus esfuerzos en purificar el protestantismo liberal del naturalismo, y en restaurar la Reforma en un respeto incondicional a la palabra de Dios. Todos sabemos cuan enérgicamente persigue su objetivo. Dios habla, dice Barth; el hombre escucha y repite lo que Dios ha dicho. Por desgracia. Desde el momento en que el hombre se pone a sí mismo como intérprete ocurre inevitablemente que: Dios habla, el barthiano escucha y repite lo que Barth ha dicho. He aquí la razón del porqué, si creemos en este nuevo Evangelio, se atribuirá a Dios el haber dicho que desde el primer pecado la naturaleza está tan corrompida que no queda nada de ella, excepto su propia corrupción, un montón de ruina que la gracia aún puede perdonar pero que nada, de aquí en adelante, podría purificar. Así pues para luchar mejor contra el paganismo y el pelagianismo, esta doctrina os invita a desesperar de la naturaleza, a renunciar a todo esfuerzo para salvar la razón y recristianizarla.

Estos dos peligros nos acosan incesantemente y para que nuestro pensamiento se vea libre de todo ataque, a veces nos reducen a un estado de incertidumbre acerca de lo que es o no es cristiano. Olvidamos la regla dorada que determina todas las decisiones y hace desaparecer toda confusión, una regla que debemos tener presente en el pensamiento como la luz que no puede resistir oscuridad alguna. Es que el catolicismo enseña antes que nada la restauración por la gracia de Jesucristo de la naturaleza herida. La restauración de la naturaleza: en primer lugar tiene que haber naturaleza, y ¡de qué valor, ya que es la obra de un Dios que la creó y la volvió a crear adquiriéndola de nuevo a precio de su propia sangre! Así pues la gracia presupone la naturaleza y la excelencia de la naturaleza que viene a sanar y transfigurar.

En su oposición al calvinismo y al luteranismo, la Iglesia se niega a desesperar de la naturaleza, como si el pecado la hubiera corrompido totalmente, sino que se inclina con ternura sobre ella para curar sus llagas y salvarla. El Dios de nuestra Iglesia no es sólo un juez que perdona, sino que es un juez que puede perdonar únicamente porque primero es un médico que cura. Pero si la Iglesia no desespera de la naturaleza, tampoco espera que ésta pueda curarse por sí misma. Así como se opone al desespero del calvinismo, así también se opone a la loca esperanza del naturalismo que busca en la misma enfermedad el principio de su curación. La verdad del Catolicismo no es un punto medio entre dos errores, que participaría de ambos, sino una verdad real, es decir, una cumbre desde la cual es posible descubrir a la vez en qué consisten los errores y qué es lo que determina su naturaleza. Para el calvinista un católico respeta tanto la naturaleza, que no se distingue en nada de un pagano, salvo por una ceguera adicional que aún le lleva a degradar el propio Cristianismo hacia el paganismo. Pero el católico sabe bien que no hay tal; y que es el calvinista quien, confundiendo la naturaleza con el mundo, no puede ya amar a la naturaleza bajo el mundo que la reviste, o, lo que es lo mismo, amar la obra de Dios y odiar, a un tiempo, pecado que la deforma.

Para el pagano, el santo cristiano es un enemigo de la naturaleza, que se lanza furiosamente, en un arrebato de locura, torturarla e incluso a mutilarla; pero el católico sabe perfectamente que castiga la naturaleza sólo por amor a ella: el mal contra el que él lucha ha entrado demasiado profundamente en ella para que pueda ser arrancado sin hacerla sufrir. Así como el calvinista desespera de la naturaleza creyendo desesperar sólo de su corrupción, así el naturalismo pone su esperanza sólo en la corrupción, cuando cree que la está poniendo en la naturaleza. Sólo el Catolicismo sabe exactamente lo que es la naturaleza y lo que es el mundo y lo que es la gracia, pero lo sabe únicamente porque mantiene los ojos fijos en la unión concreta de naturaleza y gracia en el Redentor de la naturaleza, la persona e Jesucristo.

Nuestra norma ha de ser imitar a la Iglesia si deseamos poner nuestra inteligencia al servicio de Cristo Rey. Pues servirle es unir nuestros esfuerzos a los suyos; hacernos, según San Pablo, sus cooperadores, es decir trabajar con Él o permitirle trabajar en y a través de nosotros para la salvación de la inteligencia cegada por el pecado. Pero para trabajar así nos será necesario seguir el ejemplo que Él mismo nos da: liberar la naturaleza que el mundo nos encubre, hacer de la inteligencia el uso al que Dios la destinó al crearla.

Es aquí, me parece, donde debemos volver sobre nosotros mismos y preguntarnos si estamos cumpliendo con nuestro deber, y de modo especial, si lo cumplimos bien. Todos hemos encontrado, sea en la historia, sea a nuestro alrededor, cristianos que afectando una indiferencia, a veces rayana en desprecio, hacia la ciencia, la filosofía y el arte, creen estar rindiendo homenaje a Dios. Pero este desprecio puede expresar una suprema grandeza o una suprema pequeñez. Me gusta oír decir que toda la filosofía no vale una hora de inquietud, cuando el que me lo dice se llama Pascal, es decir un hombre que al mismo tiempo es uno de los más grandes filósofos, uno de los más grandes científicos y uno de los más grandes artistas de todo tiempo. Una persona siempre tiene derecho a desdeñar aquello que ella sobrepasa especialmente si lo que desdeña no es tanto la cosa en sí como el apego excesivo que nos encadena a ella. Pascal nunca despreció ni la ciencia ni la filosofía, pero nunca les perdonó el haberle ocultado el misterio más profundo de la caridad. Tengamos cuidado pues nosotros, que no somos Pascal, en no despreciar lo que quizá nos sobrepasa pues la ciencia es una de las más altas alabanzas de Dios: el entender lo que Dios ha hecho.

Esto no es todo. No importa cuán elevada pueda ser la ciencia, pero está más que claro que Jesucristo no vino a salvar a los hombres por medio de la ciencia o de la filosofía; vino a salvar a todos los hombres, incluso los filósofos y científicos; y aunque estas actividades humanas no con indispensables para la salvación, sin embargo tienen necesidad de ser salvadas como la tiene el orden entero de la naturaleza que la gracia ha venido a reconquistar. Pero es necesario andar con cuidado para no salvarlas movidos por algún celo indiscreto, que, con el pretexto de purificarlas completamente, sólo lo conseguiría con la corrupción de sus esencias. Hay motivos para temer que esta falta se cometa muy a menudo, y esto con la mejor intención del mundo, en vista de lo que ciertos defensores de la fe llaman uso apologético de la ciencia. Una excelente fórmula, sin duda, pero únicamente cuando se sabe no sólo lo que es la ciencia, sino también lo que es la apologética.

Para ser un apologista eficaz, primero es necesario ser un teólogo; incluso llegaría a decir, un excelente teólogo. Esto es más raro de lo que podríamos suponer, lo cual será un escándalo para aquellos que hablan de teología sólo de oídas, o se contentan repitiendo sus fórmulas sin haber tenido tiempo de profundizar en sus significados. Pero si uno quiere hacer una apologética de la ciencia, no es suficiente con que sea un excelente teólogo, ha de ser también un excelente científico. Digo científico adrede, y no simplemente un hombre inteligente y culto, con un barniz m o menos ligero de ciencia. Si uno desea practicar la ciencia por Dios, la primera condición es que la practique por ella misma, o como si la practicara por ella misma, pues este es el único medio para adquirirla. Lo mismo vale para la filosofía. Es engañarse a sí mismo, pensar que se sirve a Dios cogiendo un cierto número de fórmulas que dicen lo que uno sabe que hay que decir, sin entender por qué es verdad lo que dicen. Tampoco se le sirve denunciando errores por muy falsos que puedan ser cuando al mostrarlos ni siquiera se entiende en qué sentido son falsos. Al menos podemos decir que esto no es servirle como un científico o como un filósofo, que es todo lo que por el momento nos interesa demostrar. Y añadiré que lo mismo vale para el arte, pues es necesario poseerlo antes de ponerlo al servicio de Dios. Se nos ha dicho que es la fe la que construyó las catedrales de la Edad Media. Sin duda, pero la fe no hubiese construido nada si no hubiese habido arquitectos, y si es cierto que la fachada de Notre Dame de París es un anhelo de las almas hacia Dios, ello no impide que al mismo tiempo sea una obra geométrica. Es necesario saber geometría para construir una fachada que puede ser un acto de amor.

Católicos que confesamos el valor eminente de la naturaleza porque es obra de Dios, demostremos por lo tanto nuestro respeto por ella implantando como la primera regla de nuestra acción que la piedad nunca prescinde de la técnica, pues la técnica es aquello sin lo cual incluso la más viva piedad es incapaz de usar la naturaleza para Dios. Nadie ni nada obligan al cristiano a ocuparse de la ciencia, del arte o de la filosofía, pues no faltan otros modos de servir a Dios; pero si este es el modo de servir a Dios que ha escogido, el mismo objetivo que se ha propuesto al estudiarlos, le obliga a la excelencia. Está obligado por la misma intención que le guía, a ser un gran científico, una gran filósofo o un gran artista. Este es, para él, el único medio de llegar a ser un buen servidor.

Tal es, después de todo, al enseñanza de la Iglesia, y el ejemplo que nos ha transmitido. ¿Acaso no dijo San Pablo que «desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son desconocidos mediante las criaturas»? Este es el porqué tantos doctores que fueron también sabios, se inclinaron amorosamente ante la obra de su creación. Para ellos, estudiar es estudiar a Dios en sus obras; un San Alberto Magno jamás pensó saber lo bastante acerca de la naturaleza, pues cuanto mejor la conocía, tanto mejor conocía también a Dios. Pero no existen dos modos de conocerla: una persona posee la ciencia o no la posee, estudia las cosas científicamente o se resigna a no sabes jamás nada de ellas. San Alberto Magno se convirtió por lo tanto ante todo en un sabio, en el propio sentido de este término. De los que se asombran o escandalizan dice que, bestias irracionales, blasfeman de lo que no conocen. Él sabe lo que hace: él no espera hasta que la solicitud de reparar un mal ya cometido le obligue a ocupare él mismo de la ciencia, para repararlo. No cree en la táctica de dejar que los adversarios lo hagan todo con la intención de unirse más tarde a ellos para aprender laboriosamente el uso de las armas que volverá contra ellos. Alberto no estudió las ciencias contra nadie, sino para Dios. Un hombre de esta clase no gasta su tiempo probando que la enseñanza de la ciencia no contradice la de la Iglesia: suprime la cuestión con su propio ejemplo, mostrando al mundo que un hombre puede ser un hombre de ciencia, porque es un hombre de Dios. Tal es pues la actitud que la Iglesia nos recomienda. Al escoger a San Alberto Magno como patrón de las escuelas católicas, la Iglesia nos recuerda permanentemente que estas escuelas nunca deben tener miedo de colocar demasiado alto el nivel de sus enseñanzas y de sus exigencias científicas. Todo lo que se puede hacer bien, puede ser hecho por Dios.

No debemos olvidar nunca que es por Él por quien se hace cuanto hacemos, y sin embargo, olvidar esto, constituye el segundo peligro que nos amenaza. Para servir a Dios por la ciencia o el arte es necesario empezar por practicarlos, como si estas disciplinas fueran en sí mismas sus propios fines; y es difícil hacer un esfuerzo así, sin ser absorbidos por él. Es tanto más difícil cuando estamos rodeados de sabios y artistas que los tratan efectivamente como fines. Su actitud es una expresión espontánea del naturalismo, o para darle un viejo nombre que es su nombre de todo tiempo, del paganismo, en el cual la sociedad tiende siempre a caer de nuevo, porque no lo ha dejado del todo. No obstante, importante liberarnos de él. Es imposible colocar la inteligencia al servicio de Dios, sin respetar íntegramente los derechos de la inteligencia: de lo contrario no sería la inteligencia la que estaría puesta a su servicio; pero todavía es más imposible hacerlo sin respetar los derechos de Dios: de lo contrario, ya no es a su servicio a lo que está puesta la inteligencia. ¿Qué hay que hacer para observar esta segunda condición?

Aquí me veo obligado a representar el ingrato papel de quien denuncia errores, no sólo entre sus adversarios sino entre sus amigos. Para excusar mi manera de proceder, es necesario recordar que el que acusa a sus amigos se acusa a sí mismo en primer lugar. El ardor de su crítica expresa sobre todo la conciencia de la falta que él mismo ha cometido y en la cual siempre se siente en peligro de recaer. Por lo tanto creo que debo decir que uno de los más grandes males que padece el Cristianismo hoy en día, es que los católicos ya no están orgullosos de su fe. Esta falta de orgullo no es incompatible, desgraciadamente, con una cierta satisfacción por lo que el Catolicismo hace o dice, o con un aire optimista más propio en una fiesta que en una Iglesia. Lo que yo siento es que en vez de confesar con toda simplicidad lo que debemos a nuestra Iglesia y a nuestra fe, en vez de mostrar lo que nos aportan y lo que no tendríamos sin ellas, juzgamos que es una buena táctica para los intereses de la propia Iglesia, el actuar como si nosotros, después de todo, no nos distinguiéramos en nada de los demás. ¿Cuál es la mejor alabanza que muchos de nosotros desearíamos? La más grande que el mundo puede darles: es un católico, pero es realmente muy aceptable, nunca hubiese pensado que es un católico.

¿Acaso no se debe desear justamente lo contrario? Realmente, no los católicos que llevan su fe como una pluma en el sombrero, sino los católicos que hacen entrar el catolicismo en sus vidas y obras cotidianas, de tal manera que los incrédulos se preguntan con asombro qué secreta fuerza anima aquel trabajo y aquella vida, y una vez descubierta, se dicen a sí mismos, por el contrario: es un hombre muy bueno, y ahora ya sé el porqué, es porque es un católico.

Para que puedan pensar así de nosotros es necesario que nosotros mismos creamos en la eficacia de la obra divina al transformar y redimir la naturaleza. Creamos en ella, y digámoslo a su debido tiempo, o al menos no lo neguemos cuando nos lo pregunten. Esto no es lo que hacemos siempre. Si existe un principio que nos hayan transmitido y recomendado insistentemente nuestros doctores, es que la filosofía es la esclava de la teología. Ni uno sólo de los grandes teólogos ha dejado de decirlo; ni uno de los grandes Papas ha dejado de recordárnoslo. Y sin embargo es raro que se diga hoy día, incluso entre los católicos. Los hombres se esfuerzan más bien en probar que la fórmula no significa lo que parece significar. Creen inteligente presentar como buen filósofo al cristiano que filosofa como si no fuera cristiano. Dicho en pocas palabras, precisamente porque es un hombre bueno, es un buen filósofo; no se advierte que sea católico. Lo que sería interesante, por el contrario, sería un filósofo que igual que Santo Tomás o Duns Scoto, adquirieran la primacía en el movimiento filosófico de su tiempo, precisamente por el hecho de ser católicos.

Parece que a veces se piensa que un filósofo que se confiesa a sí mismo católico quedaría desacreditado desde un principio, y que para que acepten su verdad, el modo más inteligente es presentarla como si no tuviera nada que ver con el Catolicismo. Temo que éste es también un error de táctica. Si nuestra filosofía tradicional no encuentra hoy en día el prestigio que nosotros desearíamos para ella, no es porque se sospeche que está mantenida por una fe, sino que es más bien, porque siendo en realidad así, pretende no serlo, y porque nadie quiere tomar en serio una doctrina que empieza negando la más evidente de sus fuentes. Recorred la historia de la filosofía francesa en estos últimos años; veréis que los pensadores católicos han sido tomados en serio por los no creyentes en la medida exacta en que han puesto en primer lugar lo que para ellos es realmente lo primero: la persona de Jesucristo y su gracia. Dejad que nos nazca un Pascal o un Malebranche el día de mañana, yo les prometo que nadie les reprochará el ser católicos, pues todo el mundo sabrá que su catolicismo es la fuente de su grandeza. Se preguntarán extrañados de dónde les viene su grandeza y quizá desearán para sí la fe que se la ha dado.

No depende de nosotros el ser un Pascal, un Malebranche o un Maine de Biran, pero podemos preparar el terreno que favorecerá la acción sus sucesores, cuando vengan. Podemos actuar de tal manera que resulte fácil para sus sucesores el sobrepujar estas grandes mentes aclarando la zona de dificultades, que evitables en sí mismas, podrían de otro modo retardar su acción. Nosotros sólo lo conseguiremos restableciendo en su plenitud los valores cristianos, es decir, restableciendo del todo la primacía de la teología.

Aquí, como antes, y quizá con un énfasis aún mayor, diré que el peligro más grande consiste en pensar que para la inteligencia que desea referirse a Dios la piedad no necesita de la técnica. Uno puede sentirse tentado de dirigir el reproche opuesto a quienes se inclinan en aquella dirección, y decirles que actúan como si para ellos la técnica tomara el lugar de la piedad; pero no creo que esto sea lo que ocurre. Tales hombres no sólo han adquirido un impecable dominio de su ciencia o arte, y son a veces la admiración de sus iguales, sino que también han conservado la fe más íntegra, unida a la piedad más viva. Lo que les falta es que no saben que para unir la ciencia que han adquirido con la fe que han preservado, es necesaria una técnica de la fe, lo mismo que una técnica de la ciencia. Lo que yo veo en ellos - digamos mejor, lo que vemos en nosotros mismos - como una dificultad siempre presente, es la incapacidad de conseguir que la razón se guíe por la fe, porque para tal colaboración la fe ya no sirve: lo que es necesario es aquella ciencia sagrada que es la clave del edificio en el cual todas las demás deben tomar su lugar; es decir, la teología El teólogo más ardiente, animado por buenas intenciones, hemos dicho, hará más daño que bien si intenta utilizar a las ciencias sin haberlas dominado pero el sabio, el filósofo, el artista, animado por !a más ardiente piedad, corre hacia las peores desgracias si pretende referir su ciencia a Dios sin haber, si no dominado, al menos practicado la ciencia de las cosas divinas. Y digo practicado, porque esta ciencia igual que las otras, sólo se adquiere practicándola. Puede enseñarnos solamente cuál es el fin último de la naturaleza y de la inteligencia: poniendo ante nuestros ojos aquellas verdades que el mismo Dios ha revelado y que enriquecen con tan profundas perspectivas aquellas verdades que la ciencia nos enseña. Como una transposición por lo tanto de lo que dije a propósito del apologista, diré aquí que es posible ser un sabio, un filósofo y un artista sin haber estudiado teología, pero que sin ella es imposible llegar a ser un sabio, un filósofo o un artista cristiano. Sin ella podemos realmente ser por una parte cristianos y por la otra sabios, filósofos y artistas, pero nuestro cristianismo jamás descenderá hasta nuestra ciencia, filosofía o arte para reformarlos desde dentro y vivificarlos. Para ello no sería suficiente ni la mejor voluntad del mundo. Es necesario saber cómo hacerlo, para poder hacerlo; y como todas las otras cosas, no puede saberse sin haber sido antes aprendido.

Si por lo tanto atribuimos a nuestro catolicismo, nuestro respeto por la naturaleza, la inteligencia y la técnica por la cual la inteligencia investiga la naturaleza, también le atribuimos el conocimiento acerca de cómo dirigir esta ciencia hacia Dios que es su Autor; Deus scientiarium dominus. Y así como me permití recomendar la práctica de las disciplinas científicas o artísticas a aquellos cuya vocación es servir a Dios en estos campos del saber, así me permito recomendar con todas mis fuerzas el aprender y practicar la teología a aquellos que habiendo dominado estas técnicas desean referirlas a Dios seriamente.

No debemos ocultarnos que tanto en un caso como en el otro, se trata de emprender un largo esfuerzo. Será necesaria nada menos, la colaboración de todas las buenas voluntades capacitadas para triunfar en esto. Nos encontramos frente a un nuevo problema, que reclama una solución nueva. En la Edad Media las ciencias fueron privilegio de los clérigos; es decir, aquellos que por su propio estado poseían la ciencia de la teología. El problema por lo tanto no surgió para ellos. Hoy en día, debido a una evolución, cuya investigación no está ahora en nuestro propósito, los que saben teología no son los que hacen ciencia, y los que hacen ciencia, incluso cuando no desprecian la teología, no ven el menor inconveniente en no conocerla. Nada más normal de parte de los que no son católicos, pero nada más anormal de parte los que profesan el Catolicismo. Pues incluso si experimentan el más sincero deseo de poner su inteligencia al servicio de su fe, no lo lograrán nunca, ya que les falta la ciencia de la fe. Para que lo consigan es necesario que se les diga, no cómo hacerlo (pues son ellos quienes deben encontrarlo), sino qué es esta verdad sagrada en la que su inteligencia quiere inspirarse.

Es importante por lo tanto entender que vivimos en un tiempo en que la teología ya no puede ser el privilegio de algunos especialistas dedicados a su estudio por el estado religioso que han abrazado, sin duda los clérigos deben considerarla como su propia ciencia, y mantener su dominio en este campo, pues les pertenece con pleno derecho; y no simplemente mantenerlo, sino ejercitarlo en toda su plenitud, pues es una cuestión de vida o muerte para el futuro de la vida cristiana tanto en las almas como en la sociedad. Tan pronto como la teología renuncia al ejercicio de sus derechos, es la palabra de Dios la que renuncia a hacerse oír, la naturaleza la que se separa de la gracia y el paganismo el que reclama los derechos que nunca ha abandonado. Pero inversamente, si se desea que la palabra de Dios se haga oír, se necesitan oyentes para recibirla. Es necesario que aquellos que quieren trabajar como cristianos en la gran obra de la ciencia, filosofía o arte, sepan cómo oír su voz Y no sólo estén instruidos en sus principios, sino que también y sobre todo, estén imbuidos de ellos.

Aquí, menos que en cualquier otra parte no es ni el número ni la extensión de los conocimientos lo que importa; será suficiente escoger un número muy reducido de principios fundamentales, con tal que la mente de quienes los reciben esté impregnada por ellos, y que la informen desde dentro hasta el punto de llegar a ser una sola cosa con ella, de vivir con ella y a través de ella como una rama injertada que atrae toda la savia del árbol hacia sí para hacerle alimentar su fruto. El escoger estos principios, organizar la enseñanza de los mismos, darlos a los que ella cree que vale la pena, es la tarea de la Iglesia que enseña, no de la ya enseñada. Pero si esta última en ningún caso puede aspirar al dominio, al menos puede hacer valer sus demandas y dar a conocer sus experiencias. Esto es todo lo que he querido hacer al pedir que la verdad de la fe sea enseñada en su plenitud, y que la función magisterial de la teología recobre su plena autoridad.

Alimentaría la más ingenua de las ilusiones si creyera que ahora estoy exponiendo opiniones populares. No lo son entre los no creyentes, los cuales van a acusarme (algunos ya lo han hecho) de querer encender de nuevo las piras funerarias de la Inquisición y encomendar el control de la ciencia a dicho tribunal. Tampoco lo son incluso entre ciertos católicos; quienes sabiendo que, tales ideas conducen a tales réplicas, no juzgan oportuno, en interés de la propia religión, el exponerse a ellas. No obstante para responderles no es necesario abrir de nuevo la discusión acerca de lo que fue la Inquisición y el asunto de Galileo. Sea lo que sea lo que ocurrió en tiempos anteriores, la doctrina oficial y constante de la Iglesia es que la ciencia es libre en todos sus dominios. Nadie pretende que la filosofía y la física puedan o deban ser deducidas de la teología. Santo Tomás incluso enseñó exactamente lo contrario, en contra de algunos de sus contemporáneos que hacían de lo que hoy llamamos ciencia positiva, un caso particular de la Revelación. El pedir que la ciencia y la filosofía se regulen a sí mismas bajo la teología, es en primer lugar pedirles que estén de acuerdo en reconocer sus límites, que se conformen con ser una ciencia o una filosofía, sin pretender transformarse en una teología, tal como vienen haciendo constantemente. Esto es, pues, pedirles que tomen en consideración ciertas verdades enseñadas por la Iglesia respecto al principio, al fin y al naturaleza del hombre, no siempre con la intención de transformarlas en otras tantas verdades científicas y enseñarlas como tales (pues pueden ser objeto de pura fe), sino para evitar en sus investigaciones aventuras sin objeto, que en último término son mucho más prejudiciales para la ciencia mismo de lo que pueden serlo para la Revelación. Cuanto más grande es la autoridad de la fe, tanto más prudente deben ser, antes de comprometerse, aquellos que no están capacitados para hablar en su nombre, pero cuanto más exactas y rigurosas son las disciplinas científicas en las pruebas, tanto más escrupulosas deben ser los científicos en conseguir una valoración ecuánime de todas las afirmaciones que enseñan: el hecho observado, la hipótesis controlada por un experimento, y la teoría que, eximida de todo control experiencial propiamente dicho, será reemplazada mañana por otra, aunque hoy es impuesta a todo intento y propósito como un dogma. Una visita al cementerio de las doctrinas científicas que fueron irreconciliables con la Revelación, nos pondría delante de sepulturas gigantescas. En el curso de nuestra vida, ¿en nombre de cuántas doctrinas, abandonadas ya por sus propios autores, no hemos sido llamados a renunciar a las enseñanzas de la Iglesia? ¿De cuántos falsos pasos se hubieran salvado los historiadores y sabios, si hubieran escuchado la voz de la Iglesia cuando les advertía que estaban excediendo los límites de su competencia?

Étienne Gilson (1884-1978)

jueves, 27 de mayo de 2010

Oración para antes del estudio

Oh, creador inefable, que de los tesoros de tu sabiduría
formaste tres jerarquías de ángeles y con maravilloso orden
las colocaste sobre el cielo empíreo,
y distribuiste las partes del universo con suma elegancia.

Tú que eres la verdadera fuente de luz y sabiduría
y el soberano principio, dígnate infundir sobre las tinieblas
de mi entendimiento un rayo de tu claridad,
apartando de mí la doble oscuridad en que he nacido:
el pecado y la ignorancia.


                                                        
Tú, que haces elocuentes la lengua de los niños,
instruye mi lengua e infunde en mis labios la Gracia de tu bendición.

Dame agudeza para entender, capacidad para retener,
método y facilidad para aprender, sutileza para interpretar,
y gracia copiosa para hablar.
Dame acierto al empezar, dirección al progresar
y perfección al acabar.
Tú que eres verdadero Dios y verdadero hombre,
que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.


Santo Tomás de Aquino

viernes, 2 de abril de 2010

¿Hubo otro medio más oportuno para liberar al hombre que la pasión de Cristo?


III, q. 46, a. 3, c.: Un medio es tanto más conveniente para conseguir un fin cuanto más ventajas concurren en él para lograr tal fin. Ahora bien, en la liberación del hombre por la pasión de Cristo concurren muchas circunstancias que pertenecen a la salvación del hombre, fuera de la liberación del pecado.

Primero, por este medio conoce el hombre lo mucho que Dios le ama, y con esto es invitado a amarle a El, en lo cual consiste la perfección de la salvación humana. Por lo que dice el Apóstol en Rom 5,8-9: Dios prueba su amor para con nosotros en que, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros.

Segundo, porque con esto nos dio ejemplo de obediencia, humildad, constancia, justicia y demás virtudes manifestadas en la pasión, necesarias para la salvación de los hombres. De donde se dice en 1 Pe 2,21: Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo para que sigamos sus pasos.

Tercero, porque Cristo con su pasión no sólo liberó al hombre del pecado, sino que también mereció para él la gracia de la justificación y la gloria de la bienaventuranza, como luego se dirá.

Cuarto, porque con esto se intimó al hombre una mayor necesidad de conservarse inmune de pecado, según aquellas palabras de 1 Cor 6,20: Habéis sido comprados a gran precio, glorificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo.

Quinto, porque esto resulta de mayor dignidad, de modo que, como el hombre fue vencido y engañado por el diablo, así fuese también el hombre el que derrotase al diablo; y así como el hombre mereció la muerte, así el hombre, muriendo, venciese la muerte, como se lee en 1 Cor 15,57: Gracias a Dios, que nos ha dado la victoria por medio de Jesucristo.

Y, en consecuencia, fue más conveniente ser liberados por la pasión de Cristo que serlo solamente por la voluntad de Dios.

domingo, 7 de marzo de 2010

Contra Retraentes, Cap. 9: Naturaleza y origen de la vocación


La vocación es el llamado de Dios. Este llamado puede ser externo -por sus mismos labios, como en el caso de sus discípulos, o por la Escritura-; o interno -por la inspiración del Espíritu Santo-. Ambos llamados, proviniendo de Dios, no pueden someterse al juicio de los hombres, máxime al de los allegados. Sólo se debe consultar con un prudente director o confesor.

a) Prontitud para responder a la vocación.

Demostraremos ahora la falsedad de la tesis contraria:
En San Mateo (4, 20) se lee que Pedro y Andrés, no bien fueron llamados por el Señor, dejando las redes le siguieron. En su alabanza dice San Juan Crisóstomo: "Estaban en pleno trabajo; pero al oír al que les mandaba, no se demoraron, no dijeron: Volvamos a casa y consultémoslo con nuestros amigos; sino que dejando todo lo siguieron, como hizo Eliseo con Elías. Cristo quiere de nosotros una obediencia semejante, de modo que no nos demoremos un instante." En los versículos siguientes se lee de Santiago y Juan que llamados por Dios, dejando al instante las redes y a su padre, le siguieron. Y, como dice San Hilario comentando este pasaje: "Al dejar su trabajo y la casa paterna, nos enseñan cómo hemos de seguir a Cristo, y a no esclavizarnos con las preocupaciones del siglo y los lazos de la vida familiar".
Más adelante (Mt 9) se narra de San Mateo que al llamado del Señor se levantó y le siguió. "Advierte la obediencia del que fue llamado -comenta San Juan Crisóstomo-; no se resiste, no pide ir a su casa y comunicárselo a los suyos". Y aun menospreció los castigos humanos que le amenazaban de parte de las autoridades por dejar sin concluir las operaciones de su banca -como dice San Remigio comentando este lugar-. De todo esto se deduce evidentemente que ningún motivo humano nos debe retardar en el servicio de Dios.
Se lee también en San Mateo (8, 21) y en San Lucas (9, 59) que un discípulo de Cristo le dijo: Señor, déjame ir primero y enterrar a mi padre. Y Jesús le dijo: Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos. San Juan Crisóstomo dice comentando este lugar: "Esto lo dijo, no precisamente para obligarnos a rechazar el amor hacia los padres, sino para demostrarnos que ninguna cosa nos es más necesaria que ocuparnos en las cosas del cielo; que debemos aplicarnos a ellas con todo interés y no tardar un instante, aunque nos atraigan otras circunstancias, inevitables e incitadoras. ¿Qué más necesario que sepultar al padre? ¿Qué más fácil que eso?, no se perdería en ello gran tiempo. Pero el diablo insiste con ardor para ver si puede así hallarse una entrada; y donde halla una pequeña negligencia, introduce por allí un gran desaliento. Por eso nos advierte el Sabio: No lo difieras de un día para otro. Esto nos avisa que no debemos perder un minuto de tiempo, aunque nos salgan al paso mil dificultades; y a preferir las cosas espirituales a todas las demás aunque nos sean necesarias".
"Hay que honrar al padre -dice San Agustín en el Tratado de las Palabras del Señor- pero también hay que obedecer a Dios. Yo, nos dice, te llamo para predicar el Evangelio. En esta tarea te necesito, y esta obra es más grande que la que tú quieres hacer: otros quedan para sepultar a sus muertos. No es lícito subordinar lo anterior a lo posterior. Amad a los padres, pero amad más a Dios". Por consiguiente, si el Señor reprende al discípulo que le pide un plazo tan corto para una cosa tan necesaria, ¿cómo pretender que para seguir los consejos de Cristo se necesita deliberar un largo tiempo?
Sigamos en el Evangelio de San Lucas: Y otro le dijo: Yo te seguiré Señor, pero primero déjame ir a despedirme de mi casa (9, 61). Comentando este pasaje dice San Cirilo, el insigne doctor griego: "La promesa es digna de ser imitada y alabada. Pero el querer despedirse de los suyos y pedirles permiso es señal de que en algo se ha apartado del Señor, cuando en su espíritu había propuesto seguirlo sin restricción. En efecto, querer consultarlo con prójimos que no van a condescender con su determinación, indica que por algún lado iba flaqueando. Por eso el Señor lo reprende: Y Jesús le dijo: Quien pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás, no es apto para el reino de Dios (62). Pone las manos en el arado quien con el afecto sigue a Cristo; pero vuelve la vista atrás quien pide un plazo para volver a su casa y consultar con los suyos. Como vemos, no es ésta la conducta de los Santos Apóstoles, sino que dejaron con prontitud la nave y el padre y siguieron a Cristo. San Pablo no consultó carne ni sangre. Así pues deben ser los que quieren seguir a Cristo".
San Agustín explica esto en su Tratado de las Palabras del Señor: "Te llama el Oriente, y tú miras al Occidente". El Oriente es Cristo, según aquello de Zacarías (6, 12): He aquí un hombre cuyo nombre es Oriente. El occidente es el hombre que cae en la muerte, o está expuesto a caer en las tinieblas del pecado y de la ignorancia.
Por consiguiente, es injuriar a Cristo en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría de Dios (Col 2, 3), creer que después de haber oído el consejo de Cristo, se debe recurrir al consejo de hombre mortal.

b) Dios nos hace conocer el bien del estado religioso por medio de las Sagradas Escrituras.

Y aquí nos quieren atajar con un ridículo subterfugio. Todo esto -dicen- no vale sino en el caso de ser llamados directamente por la voz del Señor. Entonces, claro está, no hay que demorarse ni recurrir al consejo de nadie. Pero cuando el hombre es llamado a la religión sólo interiormente, entonces sí que es necesario una larga deliberación y el consejo de muchos para conocer si el llamado procede realmente de una inspiración divina.
Réplica llena de errores. Las palabras de Cristo contenidas en las Escrituras, las debemos recibir como si las oyésemos de los mismos labios del Señor. Así se lee en San Marcos: Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: velad (13, 37). Y en la Epístola a los Romanos leemos: Todas las cosas que han sido escritas, para nuestra enseñanza han sido escritas. Y San Juan Crisóstomo dice: "Si todas estas cosas se hubiesen predicado sólo para los contemporáneos, nunca se hubiesen escrito. Por eso fueron predicadas para ellos y escritas para nosotros". San Pablo dice en la Epístola a los Hebreos (12, 5) citando el Antiguo Testamento: Os habéis olvidado ya de las palabras de consuelo que os dirige como a hijos diciendo: Hijo mío, no desprecies la corrección. Por consiguiente las palabras de la Sagrada Escritura se dirigen no sólo a los contemporáneos, sino también a los venideros.
Pero veamos especialmente si el consejo que dio Nuestro Señor (Mt 19, 21 ): Si quieres ser perfecto ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, se dirigía a él solo, o también a todos los hombres. Podemos deducir lo segundo por lo que sigue. En efecto, al decirle Pedro: He aquí que hemos dejado todo y te hemos seguido, estableció una recompensa general que valdría para todos: Y cualquiera que habrá dejado casa o hermanos... por causa de mi nombre, recibirá cien veces más y poseerá la vida eterna. Por lo tanto, cada cual debe seguir este consejo como si lo oyese de los mismos labios del Señor. "Habiendo oído -dice a este propósito San Jerónimo escribiendo al Presbítero Paulino- la sentencia del Salvador: Si quieres ser perfecto anda, y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y luego ven y sígueme: traduce en obras estas palabras; y siguiendo desnudo la Cruz desnuda, subirás con más prontitud y libertad la escala de Jacob". Es verdad que mientras Jesús hablaba al adolescente le dirigía a él solo la palabra. Pero en otro lugar (Mt 16, 24), da el mismo consejo de una manera universal: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y cargue con su cruz y sígame. San Juan Crisóstomo comenta: "Propone esta verdad común para todo el mundo: Si alguno quiere, es decir, si un hombre, si una mujer, si un rey, si un libre, si un esclavo..." La negación de sí mismo, según San Basilio, es un total olvido de lo pasado y alejamiento de la propia voluntad. Y así se ve que esta negación de sí mismo comprende también el abandono de las riquezas, las cuales se poseen dependiendo de la propia voluntad. Concluimos pues, que el consejo que el Señor dio al adolescente debemos recibirlo como si cada uno lo oyera de labios del Señor.

c) Luego nos incita a abrazarlo por un llamado interior.

Aun queda algo que considerar en la réplica anteriormente citada. Hemos demostrado ya que aquellas palabras que el Señor nos comunica por medio de las Escrituras tienen la misma autoridad que si las oyésemos de los mismos labios del Señor. Consideremos ahora el otro modo con el que el Señor nos habla interiormente, según lo del Salmo (84, 9): Escucharé lo que me hable el Señor. Este modo de expresión precede a toda palabra externa, pues según San Gregorio en la homilía de Pentecostés: "El Creador no abre su boca para enseñar al hombre sin haberle hablado antes por la unción del espíritu. Sin duda Caín, antes de consumar el fratricidio había oído: Has pecado, detente. Mas estando como fuera de sí por sus pecados, recibió el aviso sólo de palabra y no con la unción del Espíritu. Pudo sí oír las palabras, pero no quiso obedecerlas". Por consiguiente, si como conceden ellos mismos, hay que obedecer al instante el mandato del Señor que viene de afuera, con mayor razón debemos obedecer sin vacilar un momento, sin resistirlas por ningún motivo, las voces interiores con que el Espíritu Santo mueve el alma. Por eso en Isaías (50, 5) se dice por boca del profeta, o mejor, del mismo Cristo: El Señor Dios me abrió el oído, es decir, inspirándome interiormente, y yo no me resistí ni me volví atrás, tendiendo a lo venidero como ya olvidado de lo pasado (Flp 3, 14). Todos aquellos que se rigen por el Espíritu de Dios -dice San Pablo (Rm 8, 14)- ésos son hijos de Dios. "No porque no hagan nada -comenta San Agustín- sino porque son regidos por el impulso de la gracia". Y este impulso no rige a quien se resiste o se demora. Lo propio de los hijos de Dios es dejarse conducir por el impulso de la gracia a cosas mayores, sin andar buscando consejos. De este impulso habla Isaías al decir (59, 19): Cuando venga como un río impetuoso, impelido por el Espíritu del Señor. Y que hay que seguirlo lo dice San Pablo escribiendo a los Gálatas: Proceded según el Espíritu (5, 16); si sois conducidos por el Espíritu, no estáis sujetos a la Ley (vers. 18); si vivimos por el Espíritu, procedamos también según el Espíritu (vers. 25). San Esteban, como si se tratase de un gran crimen, increpaba a unos individuos diciéndoles: Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo (Hch 7, 5). El Apóstol advierte a los Tesalonicenses: No apaguéis el Espíritu (1, 5, 19), sobre lo que dice la glosa: "Si el Espíritu Santo quiere revelar algo a alguno en cualquier momento, no le impidáis a ese tal decir lo que siente". Y el Espíritu Santo revela diciendo no sólo lo que el hombre debe hablar, sino también sugiriéndole lo que debe hacer, como dice San Juan (c. 14). Por consiguiente, cuando el hombre es impulsado por inspiración del Espíritu Santo a entrar en religión, no se lo debe detener para que vaya a pedir consejos a los hombres, sino que al instante debe seguir ese impulso; por lo que se dice en Ezequiel: A cualquier parte donde iba el Espíritu, allá se dirigían también en pos de él las ruedas.
Además de la autoridad de la Escritura, se pueden citar a este propósito muchos ejemplos de los Santos.
Narra San Agustín (Conf. VIII, 6) el caso de dos soldados, uno de los cuales después que acabó de leer la vida de San Antonio Abad, inflamado de repente en santo amor, dijo a su amigo: "Estoy resuelto a seguir a Dios, y quiero comenzar desde este momento y en este preciso lugar. Si no tienes ánimo para imitarme, por lo menos no te opongas. El otro le respondió que quería participar de tan gran recompensa y tan gran milicia. Y ambos, ya siervos tuyos, comenzaron a edificar la torre con el caudal proporcionado, que consistía en dejar todas sus cosas y seguirte". En el mismo libro San Agustín se reprocha a sí mismo el haber retardado su conversión: "Convencido ya -dice- de la verdad, no tenía nada más absolutamente que responder, sino unas palabras lánguidas y soñolientas: luego, sí, luego: déjame otro poco. Pero el "luego" no tenía término, y el "déjame otro poco" se hacía ya demasiado largo". También en ese libro dice: "Yo me avergonzaba mucho porque aun oía el murmullo de aquellas fruslerías (mundanas y carnales) que me tenían indeciso".
Como se ve, no es nada laudable, sino más bien censurable, tanto el retardar el cumplimiento de una vocación hecha interior o exteriormente de palabra o por medio de la Escritura: cuanto el andar pidiendo consejo como si se tratara de cosa dudosa.

d) Gracias que acompañan a este llamado.

Otro resultado de la eficacia de la inspiración interior, es impulsar a los hombres inspirados a cosas más altas. Símbolo de esta realidad es aquello que relatan los Hechos de los Apóstoles (c. 2) cuando reunidos los discípulos en un mismo lugar, vino de repente sobre ellos el Espíritu Santo y comenzaron a predicar las maravillas del Señor. "La gracia del Espíritu Santo -comenta la glosa- nunca procede con lentitud". Y en el Eclesiástico (11, 19) se lee: Fácil cosa es para Dios enriquecer al pobre en un momento. San Agustín demuestra esta eficacia de la inspiración interna de Dios en el Tratado de la Predestinación de los Santos, citando aquel pasaje de San Juan (6, 45): Todo el que ha escuchado al Padre y ha aprendido, viene a Mí. "Muy ajena -dice- a los sentidos de la carne es esta escuela en la que el Padre es escuchado y enseña el camino para llegar al Hijo. Y esto no lo obra por los oídos de la carne, sino por los del corazón... Así pues, la gracia que la divina largueza infunde secretamente en los corazones de los hombres, no es resistida por ningún corazón endurecido: aun más, la infunde precisamente para quitar de raíz la dureza de corazón".
También San Gregorio habla de esta eficacia de la inspiración interior en la homilía de Pentecostés: "?Qué gran artífice es este Espíritu! No tarda un instante para enseñar. Apenas toca el alma, le enseña todo cuanto quiere: tocarla y enseñarla es una sola cosa para El, pues al mismo tiempo que ilumina al alma, la transforma. Quita de repente lo que antes había y muestra de repente lo que no había". Por consiguiente, quien detiene el impulso del Espíritu Santo con largas consultas, o ignora o rechaza conscientemente el poder del Espíritu Santo.
Además de la autoridad de los Doctores Sagrados, citemos para comprobar la falsedad de esa afirmación los escritos de los filósofos. Aristóteles dice en un capítulo de la Ética que se titula De la buena fortuna: "Pregúntase cuál es en el alma el principio del movimiento. Naturalmente que como en todas las cosas, es Dios. En efecto, el principio de la razón no es la razón misma, sino algo superior. ¿Y qué otra cosa habrá superior a la ciencia y al entendimiento, sino sólo Dios? " Sigue hablando después de aquellos que son movidos por Dios, "los cuales no deben ir en busca de consejo: ya que tienen un principio tal que es mejor que toda inteligencia y consejo". Avergüéncense los que se dicen católicos y se entrometen a dar consejos humanos a los inspirados por Dios: un filósofo pagano les enseña que no hay necesidad de tales consejos.

e) Cuándo y a quién se ha de consultar sobre la vocación.

Tratemos de ver ahora en qué casos necesitan consejo aquellos a quienes ha sido inspirado el propósito de entrar en religión. En un primer caso, porque podría dudarse de si realmente lo que Cristo aconseja es lo mejor. Pero semejante duda es sacrílega. En un segundo caso, porque se vacila en cumplir el propósito de entrar en religión por no contrariar a los amigos, o por no perder los bienes temporales, lo cual es propio de un alma enredada aún en amores carnales. En su carta a Eliodoro dice San Jerónimo a este propósito: "Aunque tu pequeño hijo se te cuelgue del cuello; aunque tu madre con los cabellos desgreñados y rasgándose los vestidos te muestre los pechos que te amamantaron; aunque tu padre se tire en el umbral, pasa por encima de él y vuela sin una lágrima en los ojos, hacia el signo de la Cruz. En este caso, el único modo de ser piadoso es ser cruel... El enemigo empuña su espada para matarme, ¿y yo he de parar mientes en las lágrimas de mi madre? ¿He de desertar de la milicia por mi padre, a quien por causa de Cristo no debo ni la sepultura?" Trae después otros argumentos semejantes.
Tal vez alguno crea necesario pedir consejo para conocer si tiene fuerzas suficientes para poner en práctica su propósito. Pero también a esta duda sale al paso San Agustín -quien temía entregarse a la guarda de la continencia- hablando de sí mismo: "En aquella misma parte en que tenía puesta mi atención y adonde temía pasar, se me descubría la virtud de la continencia, con una casta dignidad, serena y alegre sin disipación: honestamente me halagaba, para que me llegara a ella resueltamente. Me extendía sus piadosas manos llenas de una multitud de buenos ejemplos, para recibirme en su seno y abrazarme. Allí había un gran número de jóvenes y doncellas; una juventud numerosa, personas de toda edad, viudas venerables y vírgenes ancianas. Y se burlaba de mí con una risa llena de alientos, como si dijera: Lo que pudieron éstos y éstas, ¿no lo podrás tú? ¿O acaso éstos y éstas lo pueden por sí mismos y no por su Dios? El Señor Dios me entregó a ellos. ¿Por qué te apoyas en ti mismo, si no puede estar en pie? Arrójate en El y no temas; no se retirará para dejarte caer. Arrójate seguro en sus brazos que El te recibirá y te sanará".
Resta examinar dos casos en que les sería necesario pedir consejos a los que se proponen entrar en religión. Uno, con respecto al modo de entrar en religión: y el otro con respecto a alguna traba especial que les impida tomar el estado religioso; ser esclavo, estar casado u otro semejante.
Ante todo, no debe consultar a sus parientes, pues como se lee en los Proverbios (25, 9): Tus cosas trátalas con tu amigo, y no descubras tus secretos a un extraño. Los parientes no entran en este caso en la categoría de amigos, sino más bien en la de enemigos, según aquello de Miqueas: Los enemigos del hombre son sus familiares (7, 6), frase que el Señor cita en San Mateo (10, 36). En este caso, como decimos, se deben descartar especialmente las consultas con los parientes. A esto se refiere San Jerónimo cuando en su carta a Eliodoro enumera los impedimentos que suelen poner los parientes a quienes han propuesto hacerse religiosos: "Ahora -dice- tu hermana viuda, te abraza tiernamente; tus domésticos, con los que has crecido, te dicen: ¿A quién hemos de servir si tú nos dejas? Ahora la que fue tu nodriza, ya anciana: tu padre nutricio, que ocupa un segundo lugar en tu corazón después de tu padre natural, te suplican: Espera a que muramos y nos sepultes". San Jerónimo dice en el libro tercero de la Moral: "El astuto adversario, como se ve expulsado del corazón de los buenos, va en busca de aquellos a quienes éstos aman y le dirige por medio de ellos palabras halagadoras, haciéndoles creer que son amados más que cualquier otro; para que así, mientras la fuerza del amor perfora el corazón, pueda él introducir fácilmente la espada de su persuasión hasta los fundamentos más íntimos de la rectitud". Por eso San Benito, como refiere San Gregorio en el libro segundo de sus Diálogos, huyendo ocultamente de su nodriza, se retiró a un desierto; pero comunicó su intención a un monje de Roma, el cual lo guardó en secreto y favoreció su propósito.
Hay que descartar también los consejos de los hombres carnales, que tienen por tontería la Sabiduría de Dios.
De ellos se burla el Eclesiástico diciendo (38, 12): Ve a tratar de santidad con un hombre sin religión, y de justicia con un injusto... No tomes consejos de éstos sobre tal cosa, sino más bien trata de continuo con el varón piadoso, al cual sí se ha de pedir consejo si hubiese en este caso algo que necesite consultar.